Una vieja fotografía donde aparece el autor muy pequeñito con un abecedario en sus manos está en el origen de este libro. Aunque desconozco esa foto, puedo imaginarme a Eduardo con aspecto entre perplejo y candoroso anunciando, sin saberlo, lo que sería su destino. No me cabe la menor duda además de que el niño que se muestra en esa instantánea, digamos, premonitoria prevalece en el poeta y amigo de quien esta tarde tengo el privilegio de presentar su último libro de versos, pues tengo para mí que en todo poeta verdadero hay un niño redivivo. Un niño que hace vulnerable al hombre, pero que también lo capacita para edificar un mundo personal a partir de su experiencia y hacérnoslo sentir como propio. Lo que todavía estaba por definirse en aquella fotografía constituirá en suma la arquitectura de ese mundo por venir. La poesía es lo que es para el lector porque acumula los residuos del pasado en cada uno de nosotros y renueva también con ello el recuerdo de todos los que hablaron antes que nosotros. El que recibe esa herencia ya no puede tampoco olvidar el sentido que esas palabras, incluso letras de abecedario, tuvieron en los días de los antepasados.
En los poemas que conforman Abecedario del agua puede escucharse un lejano rumor de vivencias propias, acaso interpuestas en alguna ocasión; recuerdos que sumados a la lectura del universo personal que nos propone y prefacian las letras del abecedario que tenía aquel niño entre manos, no dejará indiferente en lo que al afecto atañe al lector que acceda a este libro. Todo un eco, nos dice Chirinos, que ni siquiera a él le ha permitido saber a estas alturas lo que quiere decir con sus versos.
Con todo, ya en el pórtico a este libro, «E1 tumultuoso discurrir de las palabras», concluye el autor en que los poemas como entes autónomos acaban por expresar a Eduardo Chirinos para acabar Eduardo Chirinos dejándose decir en ellos «con alarmante pasividad». E1 poeta, sin embargo, tampoco logra parecerse a lo que escribe. Todo lo más se encuentra arrojado a la más lacerante intimidad en sus poemas. Escribir poesía, nos viene a decir, supone someter a la intemperie de los otros los deseos, los amores y desamores, las lecturas, las vivencias del poeta, y también regalar recuerdos a los demás, retazos de una biografía universal, espejo en el que podremos, en definitiva, reconocernos los lectores. Valga como botón de muestra un poema como «Una noche de 1969» donde nos restituye la vívida impresión que nos causó, al menos a los que pertenecemos a su misma generación, la llegada del hombre a la luna.
La poesía nos devuelve a la vida, tal se nos dice en «Por decreto y por sueños de Carlos Contramaestre», y la vida queda justificada si se sabe que por un instante se poseyó la belleza, por más que ese instante se pierda para siempre como se nos señala en el poema «Razones para escribir poesía». La vida es para el poeta como el agua: un hacerse y rehacerse a cada instante. Escribir conduce hacia dentro de uno mismo, pero también hacia fuera. «Un lejano rumor de siglos» habita en la vida y en este libro lleno de melancolía en el que del mismo modo podemos volver al lugar donde aconteció la infancia –ese lugar que fue paraíso y ya no lo es más («Jauja vuelta a visitar»)– que regresar a la casa materna con la nostalgia que nos atrae desde el pasado un rancio perfume a nombres. que reclaman en vano eternidad a los símbolos que, según Chirinos, representan. Para decirnos a renglón seguido: «qué es la poesía si no el olvido de los nombres». A lo que uno podría contestarle: la poesía, aunque lo oculte su afán por trascender la anécdota, nace precisamente también para no olvidar los nombres, para no olvidar quienes fuimos, para no olvidarnos de nosotros mismos.
Si miramos a los ojos de Eduardo podremos vislumbrar que pese a todo ha conservado cierto candor infantil, y ese candor nos inspira confianza y nos hace remontar de su mano ese abecedario que constituyó su vida e importa a las nuestras. Se lo agradezco, del mismo modo que les agradezco a ustedes su atención. Nada más, muchas gracias.