Editar poesía ahora o hace veinte años –y digo veinte porque es aproximadamente el tiempo que lleva Pre-Textos empeñada en publicar ese género– supone y supuso la misma aventura. Las cosas a ese respecto parecen haber variado poco. La poesía no ha sido nunca un género útil, rentable desde la perspectiva del mercado, pese a que algunos pretendan demostrar lo contrario al tratar de querer hacernos creer que la poesía puede constituir una manifestación literaria tan mayoritaria desde la perspectiva lectora como, por ejemplo, la narrativa. La experiencia demuestra, salvo casos muy concretos, lo contrario. Y es pertinente apuntar que las excepciones suelen contestar las más de las veces a razones mediáticas cuando no corporativistas, que a razones puramente literarias, (guste escuchar esto o no).
La poesía requiere lectores, nunca público, y esa verdad hace que sea uno de los géneros literarios menos leídos. Sin que ello signifique, como es obvio, que carezca de lectores. Al contrario, aunque la poesía goce de pocos lectores, éstos son siempre muy exigentes. Aquel que se precie gustar de la poesía es en todo momento un lector que sabe muy bien lo que desea leer, a él no se le puede dar fácilmente gato por liebre. Dicha característica es algo que para el editor resulta tan emocionante como estimuladora. El lector de poesía es también como una suerte de poeta, requiere de una sensibilidad que lo hermana al poeta. De ahí que nuestra responsabilidad como editores de poesía sea mayor.
Para publicar un libro de poemas hay que tratar de favorecer entre autores y lectores un vínculo de amistad por parte del editor. Baste pensar que la poesía es el género, junto a la literatura del yo, más íntimo del arte de la escritura. Cuando alguien deposita en tus manos un original que es producto de su estricta intimidad está en cierto modo depositando en tus manos su confianza, una confianza que no podemos traicionar con ligereza o desdén. Y cuando se da esa circunstancia de entrega, todo hay que decirlo, se nos está a su vez emplazando a ser leales, y si la lealtad es una de las piedras miliares sobre las que se edifica la amistad, ésta nos conducirá ineludiblemente a la sinceridad. Es decir, el lector, que siempre debe ser el editor de poesía, está obligado, para bien o para mal, a aplicar un criterio de excelencia que sepa preservar al poeta y lector del caos que supone publicar sin ton ni son o, en el peor de los casos, por motivos espurios, ajenos totalmente a lo literario.
Dicha lealtad, nos enfrenta también a peligros. Nos suele granjear malos tragos cuando no enemistades, pues de todos es sabido que decir la verdad no siempre se recibe con agradecimiento por parte del que es “víctima” de ella, algo perfectamente comprensible, por otro lado, desde la perspectiva humana, pero que no debería, aunque nos pese, contar desde la literaria.
Puedo asegurar que hoy al editar un libro de versos me mueve el mismo entusiasmo que cuando empecé. Lo que sí ha variado, y para bien, ha sido la perspectiva respecto a los autores editados antaño, y esa perspectiva la ha marcado, qué duda cabe, el haber podido ser testigo del crecimiento cualitativo de muchos de los autores por los que apostó la editorial Pre-Textos y que hoy ocupan un lugar propio en el panorama poético español. Autores, permítaseme añadirlo, que fueron desdeñados por mis colegas, y que hoy paradójicamente compiten por arrastrarlos a sus catálogos. Me gustaría apuntar que no hay nada más gratificante para un editor de poesía que la revelación de un buen poeta. Mi vida de editor se ha visto gratamente jalonada por esos descubrimientos, y nada puede compensar tanto como comprobar que uno no estaba tan equivocado y va compartiendo su opinión con otros muchos lectores.
Tanto para escribir poesía como para editarla se requiere establecer un vínculo de amistad con la vida y con la literatura. La relación amistosa resulta además de provecho para la seguridad de los individuos que la llevan a término, puesto que establece un ámbito de mutua colaboración y ayuda en la consecución de intereses comunes, pero en un plano de mayor intimidad que la tolerada por la cortesía mundana o la que se deriva de una empresa beneficiosa. La consecución de intereses comunes, por supuesto, incluye y sobreentiende cuanto a los hombres interesa: compañía, refugio, ayuda o estima, valores todos ellos que atañen a la conservación del yo.
La poesía constituye una suerte de muro contra la muerte o, lo que es lo mismo, contra la angustia que ésta nos produce. La poesía traspasa esa línea de sombra, se convierte en refugio, deviene compañía, y sienta los cimientos de una sólida amistad entre el que escribe y el que lee o viceversa. Como una casa simbólica para albergar ese vínculo de amistad concebimos la editorial Pre-Textos. Espacio en el que se pudiesen alojar –en contra de la orientación dominante que sólo parece querer atender a la palabra de la tribu o al dictado de las modas– autores de muy distinto pelaje y opción estética en una, para decirlo de manera metafórica, cohabitación distendida, que quedase obviamente garantizada por la aplicación de un criterio de excelencia apoyado en el proyecto cultural al que debe se debe toda empresa editorial.
Opino que Pre-Textos -y no tengo más remedio que jactarme de ello- ha contribuido, y mucho, a que determinadas posiciones que habían permanecido enfrentadas por lo menos durante una decada se distendieran y empezasen a contemplarse con mayor serenidad. Nuestra editorial ha sido como una esponja. Creo que hemos sabido absorber lo mejor de nuestra época sin caer en la condición de mero cajón de sastre ni en simples voceros de la tendencia estética que nos era más cara.
Tengo para mí que hemos sido consecuentes con una época poliédrica, en la que la pluralidad ha sido norma, habiendo hecho pasar nuestro compromiso por el tamiz de esa lealtad a la que hice mención antes, basada en la lectura gustosa, tal como reclama el lector verdadero, y derivada de ella en la aplicación rigurosa de un criterio de selección que pudiese garantizar al lector, aun a riesgo de equivocarnos, que él es antes que nadie el que ilumina, estimula y renueva nuestra fe en la poesía y en consecuencia nuestro afán en su difusión. Y también el que nos provee del ímpetu necesario para renovar junto a ellos nuestro entusiasmo inicial por aquello en lo que al margen de la vanidad seguimos creyendo: la poesía.