A lo que se ve sólo unos pocos podemos permitirnos el lujo de seguir creyendo y de seguir siendo exigentes con aquello que más estimamos. Podemos luchar contra la tiranía no sólo del mal gusto, sino también de la falta de gusto por las cosas que más apreciamos, tal como puede ser la literatura, y podemos expresar la alegría que supone aplicar un gusto personal, por equivocado que éste sea, capaz de seleccionar, discernir y crear los únicos valores por los que la existencia vale la pena vivirse incluso aun a costa de ponernos a nosotros mismos en crisis por contraste con esa sociedad seguidista, gregaria y conformista que prefiere que se le dé todo hecho antes que luchar por su capacidad de elección individual, aunque ésta, insisto una vez más, pueda estar errada. El miedo a la libertad suele ir acompañado fatalmente del terror que produce la posibilidad de equivocarnos. Nadie parece querer resignarse al principio rectificador que nos impone la realidad.
En fin, que estamos asistiendo al fracaso de lo personal. Nada apunta, pese a los cantos de sirena de un pretendido liberalismo edulcorado, a frenar en nuestros días la tendencia a la producción en masa, a las imitaciones vulgares y baratas, al conformismo, a la inflexibilidad, síntomas todos ellos de una época estéril que pretende verse reflejada en todo lo contrario y cuya contundencia no es otra que la de lo que está dando sus últimos coletazos. Nos encontramos sumergidos en un momento en que cualquier idea original o su expresión es rápidamente deformada, oscurecida y arrumbada al anonimato, cumpliendo con esa terrible verdad de que ningún desconocido es echado de menos; inmersos en la confusión rampante entre calidad y cantidad.
En la actualidad el tiempo es considerado demasiado valioso para permitir cosas como el ocio reposado que nos permita, por ejemplo, entrar a una librería y poder escoger sin presiones ni condicionamientos mediáticos aquel libro que nos ayude a pasar unas horas de intimidad feliz adentrándonos en la vida que es la literatura, porque ésta tiene la capacidad de evocar por experiencia interpuesta los momentos más dulces de nuestras vidas y aquellos que no lo han sido, de enaltecer lo vivo a fuerza de suscitarlo.
Pero a pesar de todas las tendencias hacia la uniformidad y la despersonalización, la gente no deja de experimentar un gran impulso hacia lo individual, una de las paradojas del gusto de las masas es su amor a lo individual.
Los editores clamamos por descubrir obras originales cada dos por tres, que marquen una pauta, pero a la vez sólo queremos presentar fórmulas ya consagradas por el uso y el abuso de un escrutinio fijado con anterioridad sobre presupuestos espurios por aquellos que dicen saber lo que desea y necesita el público. Si alguna vez hay alguien que llega a la cumbre como escritor –en la actualidad hay casos suficientes que demuestran el buen estado de la literatura de nuestros coetáneos– entonces las imitaciones se multiplican de tal modo y con tanta rapidez que sus originales no tardan en convertirse en algo ya leído e incluso en considerarse ya agotados.
Se produce más de lo que se consume, vivimos en una era en que los desperdicios exceden en mucho a sus contenedores. Hasta tal punto que incluso los museos se están convirtiendo por esa dictadura de la cantidad sobre la calidad en los almacenes de mucha de la basura que somos capaces de originar. A lo que se ve ya no sabríamos vivir sin estar rodeados de inmundicias.
Hoy se confunde con gran ligereza calidad con cantidad. Tratar de difundir a partir de esos parámetros la literatura, la cultura en suma, no deja de ser ilegítimo desde una perspectiva ética, por más que el omnívoro mercado la quiera legitimar desde la perspectiva de su utilidad cara a consolidar un espacio industrial, que, por otro lado, lo único que ha conseguido por el momento ha sido trasladar, como ha indicado recientemente el director de la feria del libro de Francfort, la literatura de su lugar natural, el salón, a la bolsa, para, hasta la fecha, no haber salido todavía de ella. Dicha superchería abarata todo lo que toca, lo despoja de su verdadero valor y a pocos parece importarle.
Para editar hay que saber esperar. Las cosas hay que desearlas, pero no por forzarlas salen mejor, y menos la literatura. A mi modo de ver, en la actualidad se tiende a vender la piel antes de haber cazado el oso. Cómo se puede entender en caso contrario que se paguen cantidades astronómicas para que alguien escriba el libro que presumiblemente debe convertirse en el acontecimiento bibliográfico de la próxima temporada. Quién se encuentra en disposición, sin ser profeta, de afirmar que un libro por venir del autor X, por muy gran escritor que haya demostrado ser, tenga que convertirse necesariamente en una obra maestra. El tiempo y la perspectiva que nos ofrece se encargarán de aclarárnoslo, de hecho ya ha demostrado que hasta los grandes pueden concebir obras mediocres. ¿Por qué van a estar libres de esa ley nuestros coetáneos? Mención aparte merecerían los falsos prestigios adquiridos, a veces, bajo el auspicio de premios millonarios cuyos fallos se han gestionado previamente a la constitución del jurado de turno.
Me inquieta también la velocidad que condiciona nuestra actividad empresarial en esa loca rotación de novedades que han impuesto los grandes grupos de edición. Unos libros sepultan a otros y su cantidad no está colaborando a elevar la calidad de lectura de todo aquel que honestamente se interesa por la cultura. Tengo para mí que nada urgente es en el fondo importante. Para acometer nuestro trabajo con rigor se requiere sosiego y, lo repito, saber esperar. Ningún proyecto por más que lo provoquemos saldrá mejor si no contesta al ritmo que su complejidad o sencillez nos impone. Estamos instalados, en cambio, en una dinámica en la que la velocidad parece la garante empresarial en la consecución de resultados de rentabilidad. Nuestra editorial, por supuesto junto a alguna otra, ha demostrado que se puede hacer una labor tan meritoria en lo que a la difusión de la cultura respecta como en lo que a lograr las metas de rentabilidad atañe, sabiendo actuar sobre los espacios en blanco que las grandes editoriales siempre desatienden.
Al lector le va a corresponder una vez más el realizar la tarea de la criba, liberarnos de esa “tiranía”, demostrando que sabe elegir, que distingue el grano de la paja, la salud de la enfermedad; reacción que por fortuna empieza a atisbarse en el horizonte de un futuro no muy lejano y que nos permitirá a los editores seguir escribiendo el mejor libro que podamos escribir: nuestro catálogo.
Para nosotros el libro es un pre-texto para el goce; nada más ajeno a nuestra voluntad que la beatería. Un libro es también un cuerpo y, como tal, debe tener la capacidad de seducir, debe conquistarnos tanto por su contenido como por su continente, borrando así el carácter efímero que le quiere imprimir la industria. El libro debe ser cálido al tacto, desprender su aroma, tender una suerte de vínculo carnal con quien lo toca, que sumado a la pasión que puede suscitar su contenido, lo convierta en algo perdurable, algo que deseemos conservar para poder continuar a través de él la conversación ideal emprendida, incluso desde su soporte físico. A este respecto dice Juan Ramón Jiménez en Ideolojía :
“Como todas las cosas del mundo, los libros emanan su sustancia y no hay que leerlos para valorarlos, a veces, cuando se tiene los sentidos aptos para la emanación estética. La disposición de la caja, la cubierta, el título, el tamaño de las palabras, etc.., todo unido representa, súbitamente, su valor.”
Leer, no debería hacer falta recordarlo, es una de las formas posibles de amar; editar, una de las formas de la pedagogía, una suerte de arte de la seducción, y seducir implica favorecer en los otros cierto estado de perplejidad que facilite el aprendizaje de aquello que uno está capacitado para elegir libremente. Los estados de perplejidad abren siempre una puerta, favorecen una salida hacia los sentidos y a través de éstos hacia el conocimiento. Consiguen, en suma, enseñarnos a mirar, a aceptar el principio rectificador de la realidad, a tener paciencia y, esto es lo esencial, a aprender.