Lentamente, algo parece empezar a moverse en la recepción de Derrida en el ámbito de la cultura teórica, filosófica y estética española. Es cierto que, desde relativamente pronto, pudo contarse con traducciones, en general bastante cuidadas, de algunas de las obras decisivas del enigmático pero ineludible filósofo francés, cuya producción intelectual había determinado desde la década de los sesenta una transformación radical en la relación entre los discursos teóricos de las ciencias humanas y de la filosofía y sus supuestos históricos y sistemáticos. Se recordarán las traducciones de De la gramatología (siglo XXI, 1971), que proponía, en diálogo con la lingüística contemporánea un nuevo concepto de escritura en la raíz irreductiblemente espacial, material, del lenguaje; La diseminación (Fundamentos, 1975), que ponía en práctica esa nueva conceptualidad en lecturas muy activas de Platón y Mallarmé, o, más recientemente, La voz y el fenómeno (Pre-Textos, 1985), un ensayo sobre el problema del signo en la fenomenología de Husserl, al que Derrida siempre le ha atribuido un especial valor estratégico en su experiencia.
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