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Hay un lugar de mi infancia que me gusta revisitar. Ese lugar es una casa y esa casa está a las afueras de mi ciudad natal. Allí pasé los veranos de mi niñez, en su jardín y huerto transcurrieron los mejores momentos de mi infancia. No había vuelto a esa casa desde que mi familia se vio obligada a venderla, más o menos cuando iniciaba yo la pubertad. El descubrimiento de un libro en mi juventud me permitió regresar. El dolor, hoy lo sé, que me produjo la pérdida de aquel espacio de felicidad y libertad erigió un muro que durante años me fue muy difícil superar. El encuentro y lectura de Las Cosas del Campo derribó aquel obstáculo que me impedía volver desprejuiciadamente. Ese libro me restituía parte del paraíso pérdido. Avivó en mí un sentimiento que hasta entonces había creído muerto. Desde ese momento el libro de José Antonio Muñoz Rojas se convirtió en un amigo inseparable. Hay libros que nos enseñan y hay otros que nos ayudan a vivir. Las Cosas del Campo se encuentra, sin duda, entre estos últimos. Creo que junto a Velázquez, pájaro solitario, de Ramón Gaya y Helena o el verano, de Julián Ayesta ha sido el libro que más he regalado y recomendado.
Un día, casualmente –lo casual suele ser la conciencia de la necesidad–, le comenté a Fernando Ortiz mi admiración por José Antonio Muñoz Rojas. Sin dudarlo me animó a que me pusiera en contacto con él. Me hizo colgar el auricular, al cabo de unos minutos me volvió a llamar y me pasó una cita en la casa madrileña del poeta antequerano. Después de darme unos sensatos consejos, me previno sobre el carácter esquivo de José Antonio cuando se trataba de persuadirle de que diera su obra inédita a la estampa. Me habló incluso de la existencia de un libro ya terminado que reposaba en una gaveta de su despacho. Dicho inédito constituiría al cabo de un año nuestra edición de Amigos y Maestros.
Mi primer encuentro con José Antonio Munoz Rojas tuvo lugar una mañana luminosa de primavera con nubes. Recuerdo perfectamente este detalle porque, después de departir amistosamente en su gabinete de trabajo, me condujo al comedor de la casa para mostrarme la vista del jardín botánico que se divisa desde sus ventanas, y mientras la contemplábamos recordamos que Corpus Barga, al referirse al cielo de Madrid, decía que era inasible, el más alto que él había visto nunca. Como puede inferir el lector por el ya advertido carácter huidizo de nuestro autor ese día no concluimos en nada respecto de futuras ediciones. Tan sólo saqué en claro que en efecto poseía un inédito listo para poderse editar, y sobre todo me revelaba el fino espíritu de la persona que me pareció intuir al leer su obra.
Vivir una realidad, la propia, al margen de la realidad es un modo de resentimiento. Es una manera de mantenerse alejado de la vida. La obra de José A. Muñoz Rojas desmiente esa suerte de resentimiento que suele animar tantas obras, siquiera de interés y enjundia. La suya mira la vida de frente. Se encara a ella con obediencia. Todo lo vivo merece su atención. Una lectura de una obra que, sobre todo, ha atendido a lo vivo nos ayuda a poner en claro nuestra vida. Facilita nuestro acceso a su pasado, constituye la posibilidad de ensanchar nuestro conocimiento y, en consecuencia, nos ayuda a vivir el presente.
Las Cosas del Campo contradice la idea de que describimos las cosas que vemos, no las que recordamos. La felicidad es lo que se recuerda no lo que se experimenta, y de ahí precisamente que el recuerdo de lo vivo lejano sea tan esencial para poder reproducir un paisaje o una situación concreta del pasado en el presente. Mi recuerdo se ha actualizado, el limonero de mi casa en Campolivar recibe el mismo reflejo rojizo del atardecer que el que recibe el olivar de Antequera. En suma, que ha sido triste vivir separado de aquello que amaba.
El hombre suele, al tratar de distraer su dolor, ser otro, vivir lo que no ha vivido. Ora impostando una biografía que no le es propia, ora negando simplemente parte de lo que le aconteció en el pasado. Siempre existe la tentación de reconocernos como lo que no somos. El temor, aparte de ser lo que más nos aboca al peligro, nos impele con frecuencia a abstraernos de la realidad, a traicionarla. Favorece en el hombre la perversa vocación por pergeñar abstracciones a fin de defenderse de lo que cree hostil de la realidad. Trata, en fin, irresponsablemente de ser Dios, de ser lo que no es. Aunque acabamos ateniéndonos a las consecuencias, pues tan sólo las consecuencias de una pérdida, sus repercusiones en el ámbito íntimo, pueden tener importancia para nuestro interés. No hay problema que no responda a algún tipo de proyecto abstracto. Pero no hay proyecto abstracto que no responda, a su vez, a una necesidad de urgencia. Atenernos a las consecuencias es ser consecuentes con nosotros mismos.
Si en algún momento fuimos felices tenemos, sin embargo, cierta responsabilidad con quien fuimos y con el tiempo en el que fuimos. La felicidad, además, no es lo que se experimenta, es lo que se recuerda. De ahí que la recuperación gozosa de, por ejemplo, nuestra infancia, pase necesariamente por recobrar, saber hacer presente, buena parte de nuestra niñez, uno de los lugares más inconcusamente felices en el tiempo.
José A. ha sido siempre generoso conmigo, excepto cuando he tratado de hacerle cómplice de mi admiración por su obra.
Desde el primer día me recibió con natural cordialidad. Creo, y a lo peor es sólo una apreciación mía no exenta de pretenciosidad, que me vio de entrada, que se dio perfecta cuenta de que mis intenciones de editor no por sinceras eran menos exclusivas, ocupaban un segundo plano. Antes que nada estaban mis ganas por conocer el perfil humano del escritor que me había dado compañía durante años y devuelto esa parte de mí mismo que creía irremisiblemente perdida. Después, el poderle servir de intermediario con sus lectores por venir, por un lado, y los que anhelaban seguir conociendo su obra, por otro, ha constituido una de mis mayores satisfacciones en los últimos años.