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Para mí es muy difícil, en el caso de Darío Jaramillo Agudelo, deslindar el hombre, del poeta; su persona, de su mirada sobre el mundo –hemos contemplado ya muchas cosas juntos–. Con todo, espero esta mañana poderles desvelar si no con la imaginación poética que requeriría el caso, sí con la precisión a la que nos obliga, me obliga, para ser más explícito, la amistad. Darío, más allá de su condición de autor de la editorial a la que represento, es mi amigo. Lo proclamo sin ningún tipo de ambage. Si hay algo de lo que como hombre puedo sentirme dichoso es de contar con amigos. Él no es sólo uno de ellos, sino que ocupa en mí ya un lugar central, el que corresponde a un ser querido, adictivo que, cuanto –y le hurto sus palabras– más «viajo a él» más cumplido como persona en sentido clásico me siento. Y no sería del todo impertinente recordarles que no puede haber mayor felicidad para un editor que dar a la luz pública un libro que nos ha ayudado a vivir y que además nos lo ha escrito un amigo. Tampoco debería hacer falta recordar que un editor que se precie, me refiero por supuesto a un editor literario, no se puede permitir publicar un libro simplemente por amistad. Eso supondría transgredir lo que a mi juicio es una de las leyes ineludibles en cualquier relación entre dos que se estiman: la lealtad. Ésta, para bien o para mal, nos obliga a la sinceridad, y únicamente a su través se puede administrar en una relación inter pares la libertad que garantiza dicha relación, digamos, nutricia, y que la misma se prolongue en el tiempo. En fin, el amigo no sólo nos protege de nosotros mismos, también nos acerca a ese continuum que es lo más parecido a nuestra idea de la eternidad.
Cuando leí por primera vez a Darío Jaramillo supuso para mí, no les quepa la menor sombra de duda, una experiencia singular. Muchos de sus versos parecían sostener la propia vida de uno y me decían a su vez: «sé desprendido, déjate arrebatar las cosas que amas para empezar a ser amado también por las cosas, esas criaturas que tienen luz y anhelo propios. Mira, escruta, observa con la misma sorpresa epifánica y libre con la que miraría un niño. Mira, en fin, bien el principio de mirar». Trataré de explicarme, llegué a su poesía como quien ya estaba, afirmando en lo más íntimo de mi ser una máxima entre agustiniana y pascaliana que siempre me ha acompañado: si me buscas es porque antes me has encontrado. Pues que la poesía verdadera, la que se allega a nuestro sentimiento, suele ser aquella que estimula las cosas que reposan en sí mismas y que las libera de su empobrecida realidad particular, que las hace injustamente injustificables, abriéndolas a nuestros ojos, a nuestro tacto, oído y olfato, es decir, las particulariza para después universalizarlas. Ver, como decía el poeta, es vivir. Es encontrarle el pulso a la vida que nos vive y que también por amor nos repudia, tal nos cuentan sus amores imposibles.
Todo resulta entonces como si hubiera estado así dispuesto desde el principio, porque escribir poesía supone saber esperar, saber esperarse. Son demasiados los poetas y lectores que se pierden por no saber esperar. No se trata de parecer bueno o malo, se trata de no matar al poeta que se lleva dentro, de no darlo siempre disminuida, fragmentariamente, de no mostrar al público un pseudoser o unos pseudopoemas, que no han alcanzado su potencial estado verdadero. El poema siempre preexiste, y son necesarias arduas condiciones de escucha, de obediencia, de paciencia y receptividad para lograr escuchar la voz que acaba imponiéndose en él y que va arrebatándoselo a la nada con dolor o placer, a fuerza de amor o humildad, de desesperación o contemplación, de consagrar la existencia a la espera de la palabra justa, la cadencia justa, la justa concepción que lo abra al mundo. Cuando leemos a los poetas del pasado, por ejemplo, que nos llegan filtrados por la tradición, no nos damos cuenta hasta qué punto esto es así, de cómo se ha sometido a tales condiciones el poeta, pero sí se aprecia leyendo a los contemporáneos, donde es difícil encontrar a alguien que haya hecho completa la travesía de sí mismo, sea en poco o mucho tiempo, en el primero o último libro. Suelen ser los poetas lentos, tal como es el caso de Darío Jaramillo, los que más nos convencen, los que parecen haber contemplado mejor sus procesos espirituales, nuestra vida. Algo que, por lo menos para mí, es digno de agradecimiento.