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En otra ocasión escribí que necesitaba referirme a la poesía de Carilda Oliver Labra con la debida distancia a fin de que la impresión primera que me produjo la lectura de la misma se asentara en mi memoria y fuera creciendo con autonomía propia. Debo insistir, a la sazón, en que la experiencia de lectura en poesía debería no separar al lector de la realidad, en la que todo poema que se precie debe tomar carta de naturaleza, para crear un orden simbólico y a veces fantástico más allá de las cosas obvias. Pues de todos debería ser conocido que lo obvio implica siempre en sí un orden simbólico a la luz de que lo más misterioso es que no existe el misterio. Y ese orden sólo nos es útil si no nos separa de la realidad como instancia del más allá de lo obvio y del más acá de lo vivido, de lo acontecido. La realidad salvada por lo desconocido, el trayecto que hay entre lo obvio y lo experimentado, se asume en lo que está por venir y lo imprevisible de ese porvenir. Tengo para mí que ese es el principal beneficio que puede conseguir el lector al enfrentarse a esta antología de Carilda Oliver Labra.
Las cosas, por separadas que estén unas de otras, tienden a establecer una interrelación más o menos imperceptible, casi secreta, entre sí. Y para que dicha conexión interna se haga perceptible hora sería de aconsejar llenar nuestras pupilas de la luz suficiente, que la experiencia de lo real nos ofrece, para poder concluir, sin asomo alguno de solemnidad, que de lo único que puede sentirse el hombre dueño es de su propia soledad. En ella, en su experiencia, es donde enraíza el discurso poético de la poeta cubana.
Al hombre le basta por regla habitual contarse consigo mismo para no sentirse solo, huérfano del mundo que reclama y lo reclama. Carilda Oliver Labra parece contradecirlo con claridad, para ella estar consigo misma es insuficiente. Siquiera lo que escribe, digamos, para el otro, le ofrece compañía suficiente. La soledad es para nuestra poeta su tema a la vez que supone uno de los modos más sutiles de morir. Por ejemplo, en “Elegía por mi presencia” escribe: «Ya no me sé morir». Asevera así, sin ambage alguno, que muere impunemente de sí misma. Y ello nos lleva a concluir que su poesía reclama sin descanso una moratoria a la muerte.
Alguien, una mujer, pongamos por caso, escribe un poema sobre el ausente como quien pierde el tiempo para siempre; pero el tiempo, incluido el que tratamos de borrar, vuelve al recordar ese instante en que se repite el nombre que se ha ido. La muerte siempre entra a destiempo en nuestra casa, y en ella al morir el otro se halla la mitad de nuestro cuerpo demorado, sin otro aviso que el que le traen las horas que nos vieron cuando todavía eramos dos antes de que la muerte irrumpiera entre nosotros. La poeta espera sin saberlo esa hora que será la de la despedida. Y a los muertos o se les busca en la nada o se les rememora en la palabra, aunque ésta no pueda darnos la compañia del que se nos fue: «Estoy sola con tu voz que resucito en el poema».
Todos queremos salvarnos, pero como la eternidad improbable, si no es a través del otro, queda descartada, todos necesitamos perpetuarnos de alguno de los modos en que la vida nos tiende la mano. La poesía es uno de esos modos, mas como a su través sólo podemos salvar a los otros, a través de éstos tratamos de salvarnos a nosotros mismos.
El poema es como un espejo, uno deja de ser el que es cuando alguien se nos muere, y quién se atreve a vivir en el espejo sin ser el que es. Carilda Oliver Labra viene así a conjurar en su poesía la creencia tan errada como extendida de que todo tiempo pasado fue mejor. Todo tiempo pasado debería ser mejor en la medida que la intensidad con la que lo vivimos nos permita revisitarlo. El sueño de ayer no ha pasado y es precisamente eso lo que nos hace cambiar el tiempo del verbo y conseguir que en el poema se pueda, en la medida de nuestras fuerzas, eternizar el nombre perdido: «Estás sano en la gloria del poema». El único consuelo de la muerte de alguien que importó a nuestra vida es que le pone a salvo de los hombres y eso es algo que a nuestra autora la tiene enternecida.
Nuestra poeta se niega a aprender a morir, pues que dicho aprendizaje siempre pasa por la muerte del otro. Su pasión por la vida –la pasión siempre requiere de otro– no le consiente ese aprendizaje. Y sólo resigna armas en este combate cuando alguien se le muere, nunca en el plano simbólico sino en el real. Sobre todo cuando pierde a un hombre comienza a pensar, a contemplar la posibilidad de su propia desaparición algún día.
Carilda Oliver Labra es, en suma, una poeta del tiempo, pero del tiempo pensado transversalmente: «Ayer ya era mañana, mañana ya era antes». Es ese deslizamiento imparable hacia el final de la vida el que la sume en la tristeza y, para vencer esa postración, recurre a la literatura aun a sabiendas de que sólo le va a ayudar parcialmente: «Ahora que estoy triste quisiera hacer un cuento».
Echamos de ver para acabar que en nuestra autora existe el miedo a que el recuerdo del amado desaparecido caiga de la memoria y ella no logre recordar la forma donde estaba, la que habitó porque así lo quiso el amor. En fin, que la verdad rechaza siempre nuestra verdad y que no debería haber heridas causadas por la verdad. Sólo la mentira es la que hiere.