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Querida amiga:

Me pides que te ponga unas letras con motivo de una doble celebración, la del vigésimo aniversario de la Asociación de Amigos de la Biblioteca Pública del Antiguo Hospital y la del trigésimo de esa misma biblioteca.
La primera imagen que me viene a la mente ante tu amable requerimiento es la triste fotografía de la destruida biblioteca de Sarajevo. Creo que justo con esa imagen se inaugura la época de nueva barbarie que nos está tocando vivir. Cuando vi por primera vez esa fotografía recuerdo que medité mucho en torno a ella y que incluso hice algún comentario por escrito al respecto. Las ruinas de la biblioteca de Sarajevo fueron el testimonio fiel de un atentado contra la cultura, el efecto de una acción premeditada en contra de la memoria de todo un pueblo, el intento claro de acabar con su historia, de tratar de convertir su cultura, de un solo “plumazo”, en pura prehistoria, en nada.
Pues bien, creo que desde entonces el menosprecio por la cultura se ha convertido en una labor de zapa generalizada, que opera desde distintos frentes, en ocasiones para acabar con el legado del pasado. –¿Dónde está si no la herencia artística de Irak?, ¿cómo es que nadie ha vuelto a preguntar por el patrimonio artístico saqueado durante la guerra? Esperemos que se halle aún a buen recaudo, pero hasta la fecha no ha aflorado una sola noticia, que yo sepa, al respecto. O ¿qué decir de la destrucción de los colosales budas de piedra a manos del integrismo?–. Otras veces, esta nueva barbarie va imponiéndose de manera más sutil, menos violenta, más paulatina, sobre todo en nuestra sociedad, y va calando poco a poco en la mente de sus ciudadanos. Recuerdo que en aquel mismo escrito en que hablaba de la biblioteca de Sarajevo llamaba la atención sobre esa brutta figura que ya empezaba a emerger en Italia y que se llama Silvio Berlusconi. Consideraba que su grosero carácter populista y su poder mediático real eran un grave peligro para el cabal desarrollo de la sociedad a la que, por entonces, aún aspiraba a representar y que, más tarde, llegó a conseguir gracias al gran número de votos de sus conciudadanos, no en una, sino en dos ocasiones. Y es que la nueva barbarie entre nosotros va de la mano del mundo del espectáculo, de las finanzas y de cuantos han creído en esas milongas hasta que se nos ha venido encima la crisis, producto de aquellas prácticas y que hoy padecemos. La verdad es que ha habido, durante todos estos “tiempos de bonanza”, mezclados, claro está, con un sinfín de conflictos armados abiertos en muy diversos frentes a lo largo y ancho de nuestro planeta, y sin los que la economía de los más ricos no funciona; ha habido, digo, una gran autocomplacencia por lo que respecta a asumir como normal la liquidación de ciertas culturas, cuando no su vulgarización más extrema, al amparo de la cuenta de resultados de las grandes multinacionales de esa nueva sociedad del espectáculo y de sus funcionarios corruptos. Y es que, querida amiga, el problema surgió en nuestro ámbito cuando la mal llamada “cultura” comenzó a cotizar en Bolsa.
Hace apenas unos días leí en un periódico de larga tirada un artículo en que se analizaba la grave situación en que habían caído las cadenas de librerías norteamericanas (esas que cotizan en Bolsa) a resultas de la gran crisis financiera. En él se decía que los lectores, pues no han dejado de serlo pese a la crisis, estaban abarrotando las bibliotecas públicas para seguir gozando de esa necesidad real e indeclinable que es la lectura. De ahí que considere un signo de idiotez que los gobiernos no dediquen a las bibliotecas la atención y el mimo que merecen, y de pura barbarie el que las desprecien hasta dejarlas morir. Por desgracia, en la Comunidad en que se asienta la biblioteca que cumple sus treinta años de existencia y de la que eres amiga, se unen, a mi parecer, ambas actitudes frente al libro en general y a las bibliotecas en particular. Recientemente, ante un intento de dotar de contenidos a las bibliotecas públicas de nuestra Comunidad y a las de toda España, el actual Ministerio de Cultura está haciendo, junto con todas ellas, un gran esfuerzo económico para poder equipararlas a las de la Comunidad Europea. Este proyecto se selló con un pacto que comprometía a ambas partes por igual, a la administración central por un lado y a las correspondientes administraciones locales por otro. Pues bien, como seguramente ya sabrás, la única de toda España que no ha sabido o podido cumplir en todos su términos con ese pacto ha sido la Comunidad Valenciana. A día de hoy, y por su falta de compromiso se llevan ya perdidos, de forma irremisible, más de seis millones de euros de los de la época del boom inmobiliario. Lamentable, ¿no te parece?

A aquellos que puedan decir, en un arrebato posmoderno, que donde esté Internet que se quiten todas las bibliotecas públicas del mundo, les respondo –sin menosprecio del extraordinario instrumento que supone la red para infinidad de cosas, incluso para las propias bibliotecas– que eso es una memez, pues si bien es cierto que las bibliotecas pueden llegar a quemarse o a ser destruidas, no es menos cierta la extrema fragilidad de las memorias que encierran nuestros ordenadores, expuestas como están a no menores riesgos, desde una simple alteración de la tensión eléctrica que los alimenta, hasta la intervención de un pirata informático que destroce o secuestre los contenidos de los discos duros, cuando no cualquier otro fallo del software o el de sufrir las consecuencias de determinadas censuras y sistemas de control impuestos por intereses puramente comerciales o policiales. Es más, considero que para las bibliotecas Internet es un soporte indispensable y precioso en la actualidad y de cara a su desarrollo futuro, precisamente porque ellas pueden poner en su “sitio”, siguiendo criterios de calidad, los textos que han de formar parte del archivo y que al mercado no le corresponde regular. A las bibliotecas públicas les atañe, por tanto, apostar sólo por la excelencia de su documentación bibliográfica, sea ésta virtual o real. No es ni ha sido nunca otra la función del archivo más que la de velar por el valor de sus materiales. Una biblioteca pública no puede ni debe convertirse en un almacén de libros al albur de las modas o las falsas necesidades de un público secuestrado por el mercado. Para ese público ya pone el mercado a su disposición las grandes superficies de los grandes almacenes.
El templo de la cultura escrita que ha de seguir siendo cualquier biblioteca pública que se precie deberá mantener vivo un patrimonio de calidad abierto al lector común. Y para ello se requiere de unas buenas infraestructuras y un capital humano constituido por bibliotecarios de vasta y refinada formación, sensibles a las necesidades reales de ese lector común, gozoso, en palabras de Juan Ramón Jiménez, y que no es, ni mucho menos, el común de los consumidores de libros. Si a ello sumamos además las nuevas tecnologías se abre ante nosotros un horizonte infinito de posibilidades para llevar a buen término tan digna y estimulante tarea.

A la espera de tus siempre gratas noticias, recibe un afectuoso saludo de tu amigo editor.