Cajón de Dante, sección dominical con cadencia quincenal, es una galería de textos de diversos estilos, géneros y tendencias, en que se mezclan de manera plural diferentes autores y temas. La finalidad es dar a conocer trabajos literarios de autores Pre-Textos que por distintas razones todavía no han sido publicados y que reposan en los cajones de los escritorios de sus autores o en los de la propia editorial.
Cerramos este año con el Cajón de Dante número vigésimo quinto, en el cual encontramos unos textos poéticos De línea de nieve del poeta, traductor y profesor de literatura, Gabriel Insausti, nacido en San Sebastián en 1969. Este autor es Doctor en Filología Hispánica y en Filología Inglesa, Master of Arts en Filosofía y en Historia del Arte. Ha publicado poesía: Vísperas del silencio, Noche a noche, Últimos días en Sabinia (Pre-Textos, 2001), Destiempo, Cristal ahumado, Vida y milagros (Pre-Textos, 2007) y ensayo: La presencia del romanticismo inglés en Cernuda, Tras las huellas de Huston, El porvenir de la lectura, La trinchera nostálgica, Miguel Hernández: la invención de una leyenda, El puente y las orillas: cuatro poetas ingleses. Ha recibido algunos premios, como el Gerardo Diego, el Ateneo Jovellanos y el Arcipreste de Hita, y fue finalista del Nacional de Literatura en 2002.
Tentativas
Vieja Estación del Norte, cuántas horas
oyendo el tuuut de las locomotoras
mientras, insomne en el balcón, leía
Estío, Azul… Por la megafonía
se recitaba: “Expreso procedente…”
Después, abrazos, la señal, la gente
que apresuraba el paso en el andén
como en el cine mudo. Y luego el tren,
al alejarse entre los montes, era
unas procesionarias en hilera,
lentísimo hacia algún lugar lejano
-¿París? ¿Madrid? ¿Lisboa?- que yo, en vano,
intentaba fingir en mi poema.
Nocturnos, variaciones sobre un tema
que abría siempre así, de dos en dos:
los avisos, el eco de un adiós,
el silbato del jefe, el traqueteo
-trac, trac, como un mecánico troqueo-,
todo se respondía en el allegro
moderato de un tiempo en blanco y negro
e iba dictando el ritmo de las cosas,
tan tercas en sus normas, tan ripiosas
como sobre el papel. Veo esa escena
en la luz fría de una luna llena,
como una foto que el recuerdo anima.
De ahí quizá estos versos y su rima,
de dos en dos también: algunas noches
sueño que viajo aún en esos coches
no sé muy bien adónde, y me pregunto
si aquellas horas –menos cuarto, en punto-
se fueron con un tren o se han quedado
adentro. Es algo mágico el pasado
y oírlo, una manera de estar vivo.
Será por eso por lo que ahora escribo.
.
Anatomía elemental
Un modo habitual de no decirlo
es recordar que el cuerpo
tiene cabeza, tronco, extremidades.
En realidad, quien más quien menos, todos
ocultamos alguna preferencia:
la boca tiene muchos partidarios
aunque los ojos gozan de más predicamento,
por no aludir aquí a otras regiones
(y a sus clubes de fans, tan numerosos).
A las uñas, en cambio,
bien poco caso les hacemos.
Apenas una vez al mes, la manicura
y cada dos semanas, el esmalte.
No existen epidemias ungulares.
“Bonitas uñas” no es un gran piropo.
Tampoco son muy útiles: nos sirven
para rascarnos cuando pica un muslo,
saber que nuestro ticket tampoco hoy tiene premio
o arrancar del cristal las pegatinas
que estampan los chiquillos en el coche.
Al fin y al cabo, nuestras uñas
-igual que el vello o que la rabadilla-
sólo son el recuerdo de un rústico homo erectus,
una garra atrofiada por desuso
que apenas ya delata el parentesco.
Pero tú que me escuchas, desconfía.
Que no te engañe su apariencia inerte.
Recuerda que tras ellas hay un hombre
y que el hombre es un gato para el hombre.
.
Declaración de dependencia
Para Amaia
Ahora, en el epílogo del día,
sentado en el sofá desde hace un rato
mientras el horizonte azul de Andía
se disipa en un pálido sfumato,
te miro como Rembrandt miraría
a Saskia, justo antes de un retrato;
los niños están dentro, el mundo afuera
y ya puedo decirte lo que quiera.
Un tema entre los menos hacederos
-Marwell, en un poema, lo intentó-
es olvidar papeles y dineros
y definir lo que hay entre tú y yo.
¿Ágape? ¿Charitas? ¿Dilectio? ¿Eros?
Pese a Tisbe, Eloísa y Salambó,
lo raro del amor es –cuando dura-
cómo escapa a cualquier nomenclatura.
Veamos si me asiste algún decoro.
“Un hombre es una isla”, se oye a veces,
y una mujer también: la del tesoro;
Patmos, entre versículos y peces;
la de King Kong, que era una jaula de oro;
la misteriosa, en cuyas estrecheces
Nab se saca el carné de aventurero,
valdrían como escala en un crucero.
En lo tocante a islas, sin embargo,
nada como seguir la buena estrella:
Utopía rezuma un gusto amargo;
¿Santa Elena? Con Bonaparte en ella,
el destierro se haría aún más largo;
la de Crusoe, perplejo ante una huella
-por no hablar de la del doctor Moreau-,
susurra al náufrago un eterno “No”.
De modo que prefiero imaginar
que una mujer, o un hombre, son un puerto
con sus redes al sol, su Zodiac Star,
su escollera, su marinero tuerto,
y que si ante tú y yo se extiende un mar
-el Rojo o el de Aral, mejor que el Muerto-
cada beso, con sólo darlo en serio,
equivale a partir hacia el misterio.
¿Quién ha dicho que basta un buen timón?
Siempre acecha, en la mar, un accidente
-una tormenta, un iceberg, el Maelstrom-
pero sólo se viaja en el presente
y ése es el quid de la navegación:
tormentas habrá siempre, Deo volente,
el mayor iceberg lo llevamos dentro
y el mundo es un Maelstrom, si no su centro.
Por eso, en la penumbra de esta hora,
mientras recita impávida su bando
la tele del vecino y el sol dora
las nubes hacia el sur, estoy mirando
tu escorzo en el sofá, que sólo implora,
sotto voce, el periódico y el mando:
amar a alguien es vivir la fe
de que mirarlo así lo tiene en pie.
Hacerlo desde lejos, qué ventaja:
Beatriz, bien vista, apenas era mona;
de Teresa se dice que, sin faja,
casi no parecía una persona;
¿Laura? Con la tensión un poco baja,
ni angelicata ni –me temo- donna;
Elena, más que humana, era Osorio
e Isabel, con el tiempo, un vejestorio.
Es eso: a bordo de la misma nave,
con el mismo vaivén, el mismo viento,
qué difícil que no se nos acabe
ese je ne sais quoi que, de entre un ciento,
nos lleva a decir: “Ésta”; si se sabe
del otro cada piccolo talento,
si uno puede trazarlo de memoria,
es cuando empieza de verdad la historia.
Así que –ya termino- el viejo adagio
(Fortuna audaces iuvat) da en el clavo:
no haber zarpado es el peor naufragio
y tú la brújula, el bauprés, el Cabo
de Hornos donde leo, en un presagio
certísimo, un océano más bravo
(y tantas cosas –ese es ya otro tema-
que nunca me cabrán en un poema).
De Línea de nieve
+ Ver todos los libros de Gabriel Insausti editados por Pre-Textos