Cajón de Dante, sección dominical con cadencia quincenal, es una galería de textos de diversos estilos, géneros y tendencias, en que se mezclan de manera plural diferentes autores y temas. La finalidad es dar a conocer trabajos literarios de autores Pre-Textos que por distintas razones todavía no han sido publicados y que reposan en los cajones de los escritorios de sus autores o en los de la propia editorial.
En esta décimo sexta entrega presentamos a los nietos cañís de Bukoswki y distintas hipermodernidades muy modernas, sintaxis y lujuria, epígonos y laureles, incertidumbres y relumbres; un texto sobre la defunción de la poesía española, Cierra la boca (dentro del inédito Cuerpo presente), del poeta y narrador, Juan Vico (Badalona, 1975).
CIERRA LA BOCA
Yo también publiqué un libro de poemas, ¿lo sabías? Un par, en realidad. De eso hace ya muchos años, no me lo tengas en cuenta, era demasiado joven, demasiado imbécil, demasiado apegado a la Palabra, al Lenguaje, creía en su poder, en mi poder, estaba convencido de que todo era cuestión de ritmo y de sintaxis, el adjetivo justo, la frase redonda, la sonoridad, evocar, invocar, toda esa mierda, ya sabes.
Escribí el primero en dos semanas, lo presenté a un premio y gané. Así de simple. Bueno, la verdad es que conocía a uno de los miembros del jurado, y que este amigo mío se tiraba a otro de los miembros, un profesor de teoría de la literatura especialista en Derrida. En fin. El libro era una bazofia. No, no te lo voy a dejar leer. Pero tenía algo positivo: era como una gran acta de defunción de la poesía española. De verdad, hablo en serio. Yo no lo pretendía, por supuesto, pero se podía leer así. Una parodia fúnebre y naíf. Un réquiem punk. Una marcha nupcial para zombis.
Hasta entonces nunca había escrito poemas, así que traté de imitar todos los estilos posibles, cuantos más mejor. Leí durante días bastantes poemarios, en especial los publicados en los años previos, por aquello de las tendencias vigentes. También algún ensayo sobre el tema. No me fue difícil determinar cuáles eran las corrientes particularmente apropiadas para mi propósito. Por un lado estaban los del realismo sucio, los nietos cañís de Bukoswki, bastante patéticos la mayoría, caricaturas del típico personaje malhablado, alcohólico y follador. En la vida real seguro que no pasaban de ser una panda de pajilleros. Te podías topar aún con los poetas de la experiencia, o con lo que quedaba de ellos, pues su reinado había acabado bastantes años antes. Estos escribían sobre lo mismo que los anteriores, pero en endecasílabos. Mucha madrugada rota, mucho vaso de cubata manchado de carmín, gilipolleces por el estilo. En el extremo opuesto, los poetas del silencio, guardianes del valor sagrado de la palabra, individuos con tufo a sacristía componiendo poemas de cuatro versos llenos de palabras como alveolo, hendidura o subrepticio. Y había más, desde luego. El grupo de los poetas pop, por ejemplo, formado en su mayoría por autores que o bien estaban en los últimos años de la adolescencia o bien se habían instalado en ella de forma definitiva. También un sector muy coñazo obsesionado con trufar sus artefactos literarios con referencias tecnológicas, fórmulas químicas, gatos de Schrödinger y paridas científicas de todo tipo. Incluso quedaba por ahí algún defensor de la poesía social, de esos que quemaban las corbatas de sus padres mientras hacían hueco en el armario para la colección otoño-invierno de pañuelos palestinos.
Apasionante, ¿verdad?
Firmé el libro con seudónimo, afortunadamente, y lo titulé Cierra la boca, no sé muy bien por qué. Lo más curioso del titulito es que se prestaba también a la lectura polisémica. Para unos hacía referencia inequívoca a «la imposibilidad del decir». Para otros era una imagen explícita de la represión social y del abuso de poder ejercido por el establishment capitalista. Los de un lado lo consideraron un exabrupto urbano y canalla. Los del otro, un guiño a la novela negra clásica o al polar francés. Para contentar a todos, dije que se me había ocurrido en el dentista. Me rieron la broma. Y listos.
La cuestión es que el poemario tuvo una cierta resonancia, aparecieron bastantes reseñas en revistas y suplementos de diarios, a todo el mundo le parecía un hallazgo eso de catalogar las diferentes corrientes de la poesía del momento sin que el autor se decidiese por ninguna. Se hablaba de hipermodernidad, de literatura postnosequé y neonosecuánto, de mil estupideces por el estilo. Comenzaron entonces a invitarme a festivales y congresos. Yo me dejaba hacer.
Mi siguiente poemario apareció cuatro o cinco años después, casi sin que me diera cuenta. ¿Puede un libro escribirse prácticamente solo? Sin duda. Al menos esa es la sensación que tuve con Ibuprofeno mornings. Y es que desde la aparición de mi lamentable ópera prima, no había temporada que no me invitaran a un encuentro de autores emergentes o a un festival de poesía cada-vez-menos-joven, sobre todo después de que algunos de mis textos fueran incluidos en unas cuantas antologías de cierta resonancia. Lo más curioso de todo esto es que yo era el único autor cuya obra podía aparecer en recopilaciones adscritas a estéticas muy diversas, incluso contrarias. Estar presente en bandos enfrentados me ponía mucho. Un arribista poético. Un chaquetero del ripio.
Por pura inercia había comenzado a escribir nuevos poemas sólo para leerlos en esas magnas ocasiones, y fue así como, poco a poco, se fueron acumulando un número considerable de textos que desembocaron de forma natural en ese nuevo libro. Probablemente era aún más malo que el primero, aunque mucho menos inocente. Si entonces no había hecho más que copiar todas las opciones estilísticas con las que me encontraba sin plantearme en realidad el sentido de esa actitud, ahora, en cambio, la fagocitación era consciente y del todo intencionada. Digamos que mi propósito era el de ir armando un repertorio en el que hubiera piezas adaptadas a todos los tipos de público posibles, algo así como un karaoke poético, una lista de poemas que me permitiera, echando un simple vistazo al personal, decidir con rapidez qué leer en cada ocasión, a menudo con la prosaica intención de beneficiarme a alguna oyente entusiasta.
Los vectores temáticos que hilvanaban los poemas eran la noche, los excesos etílicos, el sexo ocasional, cosas por el estilo. Fácil y resultón. Lo que variaba de uno a otro era el tono y, sobre todo, la coartada. Uno de los poemas que más a menudo leía estaba diseñado con tiralíneas para los nostálgicos de los noventa. Se titulaba «Tu piel me hace llorar», como aquel verso de Radiohead. Una risible aventura erótica con vocación de himno generacional, ambientada en un concierto veraniego. Si el público era más joven optaba por un rollo tirando a tecnológico, hacía referencia a las redes sociales, a cómics o a videojuegos, metía frases en inglés o incluía citas sacadas del penúltimo novelista adolescente reseñado en alguna de esas revistas llenas de tipas con camisas de cuadros y gafas XXL. También había composiciones en verso blanco para audiencias de mayor edad y gustos más aburguesados, o poemas en prosa, diarreicos, sin puntuación, avasalladores, para recitales en tugurios especialmente pedantes y públicos avezados en las últimas tendencias de la filosofía del lenguaje, en la novela cuántica y el relato 2.0, apasionados del soneto mutante y del haikú fractal. Aunque lo cierto es que en muchas ocasiones sólo tenía que hacer pequeñas variaciones léxicas para lograr ajustar el texto en cuestión, cambiar la «cerveza» por el «burdeos», una «polla» por un «sexo», un «jodido» por un «fucked» o un Cortázar por un Foster Wallace. Y listos.
No sé cuál de todos esos poemas prefabricados llamó la atención de Marina; sospecho que ninguno. Coincidimos en un festival poético intergeneracional financiado por un ayuntamiento que no debió encontrar forma mejor de desperdiciar sus partidas presupuestarias. La selección de participantes era un tanto caótica, y el público demasiado ecléctico, por lo que tuve que optar por una lectura algo indefinida para mi gusto y quizás poco favorable a mi cada vez más acentuado afán exhibicionista. No importa, lo de Marina había comenzado antes de nuestras respectivas intervenciones. Tenía fama de beneficiarse a cuanto autor joven se ponía en su camino, y aunque yo por entonces quizás ya sobrepasaba un poco la franja de edad preferida, en aquella ocasión me tocó en suerte desarrollar ese papel. Rondaba los cincuenta, pero se conservaba muy bien.
A Marina le debo ante todo la experiencia de haber participado en el jurado de un famoso premio de poesía junto a algunos pesos pesados del sector. Le ofrecieron el cometido a ella, pero tenía un compromiso ineludible por las mismas fechas y propuso mi nombre, tras llegar a un acuerdo conmigo para repartirnos la pasta. Mejor ni te cuento el dineral que ofrecían a cada uno de los miembros de aquel siniestro conciliábulo a cambio de discutir las excelencias de un puñado de poemarios escritos en su mayoría por amigos comunes implicados en una compleja telaraña de favores recibidos y otorgados. La selección previa se la pasaron por el forro, pues cada uno de ellos llevaba directamente a la final un par de manuscritos que no habían sufrido más filtro que el del chanchullo tolerado por todos. Fue así como un jurado compuesto por los ilustres poetas Luis María Mazuelo, Fermín Corales y Bernardo Trujillo, el editor Tomás Buendía y yo mismo, en calidad de convidado de piedra, concedió el XVII Premio Internacional de Poesía «Villa de Cantalapiedra» al libro La duda ofende, de la poeta galaico-madrileña Esther Palmeiro, por la «equilibrada fusión entre una poesía de sesgo intemporal y la insoslayable mirada de una mujer de nuestra época».
Uno de los peores poemarios que he tenido la desgracia de leer en mi vida, no exagero. Meses después conocí a la agraciada en Barcelona. Se acababa de mudar, y estaba encantada con el espíritu cosmopolita de la ciudad y con un par de docenas de tópicos más. Su conversación no daba para mucho, y me la quité de encima como pude. Pronto se convirtió en un nombre habitual en todo recital de poesía urbana que se preciase. Se codeaba con jefas de prensa de editoriales alternativas, con gestoras culturales expertas en subvenciones, con polipoetas de la escena underground y todo eso. Coincidíamos de vez en cuando en algunos locales de moda. Una noche la vi en un rincón dándose el lote con alguien; tardé bastante en darme cuenta de que su compañera circunstancial no era otra que Paula, una antigua novia mía, quien aparentemente había dejado atrás sus veleidades góticas y vestía ahora según los cánones de la más pura ortodoxia hipster. En aquel momento sentí que la lógica de la vida era esencialmente humorística, y al mismo tiempo me invadió una extraña sensación de armonía y de paz espiritual. También es verdad que llevaba unos cuantos gin-tonics encima, con su inevitable pepino, su tónica escandinava y su irritante copa tamaño balón de fútbol…