Cajón de Dante, sección dominical con cadencia quincenal, es una galería de textos de diversos estilos, géneros y tendencias, en que se mezclan de manera plural diferentes autores y temas. La finalidad es dar a conocer trabajos literarios de autores Pre-Textos que por distintas razones todavía no han sido publicados y que reposan en los cajones de los escritorios de sus autores o en los de la propia editorial.
En esta quinta entrega os ofrecemos un texto del poeta ensayista y crítico Luis Bagué Quílez (Gerona, 1978) que forma parte de un work in progress sobre poesía y pintura…
American Landscape: Otra forma de morder una manzana
Empecemos el paisaje por un retrato: Watsonville Olympia (1977), del pintor estadounidense Robert Bechtle. El cuadro, expuesto en el Museo de Arte Moderno de San Francisco, puede interpretarse como el estudio de una expectativa. La mujer que aparece en el lienzo es una mancha cromática pasada de moda: shorts de color azul celeste, camiseta naranja de manga corta y sandalias blancas, de un desafiante blanco nuclear. La Olympia de Watsonville esboza una franca sonrisa y nos mira a nosotros ―que la miramos― parapetada tras unas enormes gafas de sol. A contraluz, solo alcanzamos a distinguir con nitidez la mitad de su rostro, como si la parte en sombras ocultara la inquietante personalidad de Mrs. Hyde o el retrato del alma de Dorian Gray.
El escorzo del brazo y la postura semiflexionada de la rodilla dotan a la figura de cierta proporción áurea y de una insultante naturalidad doméstica. Si realizáramos el ejercicio mental de suprimirla del conjunto, apreciaríamos la geometría de un hortus conclusus compuesto por un porche de madera, unos brochazos de césped y un parterre reticular. Pero decía antes que el cuadro representa la anatomía de una inminencia. En efecto, he escamoteado un elemento en mi descripción. Olympia lleva en la mano derecha un botellín de cerveza, que tiende con displicencia hacia el espectador. ¿Nos estará invitando a probar un sorbo? ¿Irá a darse la vuelta de un momento a otro? ¿Será un efecto óptico, como la mano deforme de Parmigianino delante de un espejo de barbero? Cabría mencionar aquí la técnica fotorrealista de Bechtle y la polisemia del título de la obra, que convoca al menos dos conceptos: Olympia es una marca de cerveza y es, obviamente, la Olympia de Manet, aquella demi-mondaine que puso de acuerdo a Baudelaire y a Zola. Sin embargo, hay algo en el lienzo de Bechtle que afecta a la concepción del paisaje americano. La mujer del cuadro no se erige en una naturaleza muerta, como la carnalidad desnuda que pintó Manet, sino en el icono de una naturaleza muerta. La Olympia de Watsonville se ha vaciado de sentido para transformar su presencia en un signo paradójicamente cargado de sentidos. Quien atraviese la sala del museo, aquejado del mal de Quijano, solo percibirá una silueta evanescente. No obstante, aquel que se detenga a contemplarla advertirá la sedimentación de diversos materiales de acarreo: el copyright de una cerveza, un famoso cuadro de Manet, una denominación de origen (Watsonville, California), un emblema de los usos y costumbres de finales de los años 70, y un compendio de lo que se ha denominado american way of life. Despojada de aura, esta nueva Olympia es todo eso y no es nada de eso.
Del mismo modo, el paisaje americano no me parece tanto una materia prima como un producto manufacturado, un suntuoso collage o un bodegón de segundo grado. Hopper pinta una gasolinera en medio de una ontogénesis cubista. William Carlos Williams necesita recrear los aquelarres luciferinos de Brueghel para ver lo que tiene alrededor. Kenneth Rexroth convierte Sierra Nevada en el escenario de una dialéctica política. Allen Ginsberg aúlla por las cabinas de San Francisco como alma que lleva El Bosco. Y hasta el adánico Walt Whitman se mesa las barbas sobre un mapa mudo donde brota un rótulo luminoso con el logotipo de Starbucks. Al fin y al cabo, la pintura y la poesía nos enseñan otra forma de morder una manzana. Aunque sea la manzana envenenada de un capitalismo rectilíneo.
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