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Cajón de Dante, sección dominical con cadencia quincenal, es una galería de textos de diversos estilos, géneros y tendencias, en que se mezclan de manera plural diferentes autores y temas. La finalidad es dar a conocer trabajos literarios de autores Pre-Textos que por distintas razones todavía no han sido publicados y que reposan en los cajones de los escritorios de sus autores o en los de la propia editorial.

En esta séptima entrega acogemos con el poeta y ensayista Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) y con un poema en prosa en el que está trabajando, un texto donde se destila el temblor de lo real y el destello de algunas presencias muy pajareras.

EL DIÁLOGO DEL ESPANTAPÁJAROS

Es esa vieja camisa a cuadros del espantapájaros la que nos avisa de que hoy regresará el viento a media tarde. Es otra forma de leer el futuro: las costuras dibujándose sobre la piel como huellas dactilares. Carecer de plumas y no saberlo sería su sueño, pero no el mío. Fue esta frase la que nos hizo reír anoche hasta perder el conocimiento. Una casa vieja y destartalada, de eso nos hablaba el cuento de Pulgarcito. De eso quería hablarte mientras jugabas con tus pies sobre la colcha estampada de flores. Es difícil alimentar a siete hijos cuando sobre ti cruje la madera como la nieve. Lo recuerdo. Sí. Ahora lo recuerdo. Lo escucho de nuevo mientras los pájaros posan sus patas tímidamente sobre el sombrero deshilachado de paja. Son dos imágenes similares. Un mundo estúpido y repetitivo no tiene porque ser real —lo dijo el espantapájaros, no yo— pero no por ello deja de ser un mundo. Una lección fácil de entender. Su movimiento ágil sobre el ala del sombrero hace vibrar su pequeño cuerpo dando a la situación una leve pincelada de temor o timidez. Ya lo he dicho. El temblor de algo es igual al preludio de la felicidad de algo. Eso es ciencia. No siempre, responde.
Ese trozo de plástico tardará cuatrocientos años en desaparecer. Sí, ése es el tiempo que permanecerán sobre la tierra mi basura y tus ideas antes de huir hacia la nada. Mira hacia el cielo —dice el espantapájaros, no yo— las nubes se agrupan como amigos borrachos y torpes que no desean regresar hasta su coche. Un día más sobre el rumor amarillo del verano no es suficiente, añade. Al instante, sin previo aviso, retorna a su posición original. Le gusta sentirse parte del paisaje: la tensión que produce ser huérfano de sí mismo y padre de lo que le rodea. Esa es su forma de acabar la conversación: dejar todo por responder de golpe. Llámame, dice el espantapájaros, no yo. Luego simulo un gracioso teléfono con el dedo pulgar y el meñique temblando nerviosamente sobre mi cara. Reímos. Dice vale, digo vale. Es sólo un gesto. Nada comprometido. Lo hemos hecho cientos de veces. Lo hemos repetido en cientos de lugares como éste, lugares que no recordamos pero de los que guardamos algo parecido a una narración. De pronto el roce de un cuerpo junto a nosotros nos hace girar la cabeza sin un destino claro. Los pájaros alzan entonces el vuelo asustados por su propio movimiento sobre el ala del sombrero. Nos miramos. Un tren atraviesa a lo lejos el paisaje mientras la luna se dibuja ya débil sobre los cristales. En el arcén las luces de un coche iluminan fugazmente la escena. Lo retomaremos donde lo hemos dejado, grita el espantapájaros, no yo.
—Sí. Buena idea.

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