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Cajón de Dante, sección dominical con cadencia quincenal, es una galería de textos de diversos estilos, géneros y tendencias, en que se mezclan de manera plural diferentes autores y temas. La finalidad es dar a conocer trabajos literarios de autores Pre-Textos que por distintas razones todavía no han sido publicados y que reposan en los cajones de los escritorios de sus autores o en los de la propia editorial.

En el otoño de 2008, Peter Sloterdijk visitó Extremadura, invitado por la Fundación Ortega Muñoz. En esta entrega presentamos las anotaciones inéditas que, bajo el título Notas de un diario extremeño, envió a su amigo, el filósofo Isidoro Reguera (León, 1947), profesor en la Universidad de Extremadura, traductor de una parte importante de su obra, y que ha trasladado igualmente al español estas notas, inéditas en nuestra lengua, y de las cuales sólo una parte se incluyó en su diario Zeilen und Tage (Suhrkamp, 2011). Peter Sloterdijk nació en 1947 y es rector y profesor de estética y filosofía de la Hochschule für Gestaltung de Karlsruhe. Es uno de los filósofos alemanes más influyentes de la actualidad.

Notas de un diario extremeño

26 de octubre de 2008. Sevilla

El destino de un viaje se decide por la elección de la estación del año. Atendiendo a los compromisos de mi agenda hube de elegir el difícil período en que los paisajes comienzan a envolverse en su negligé invernal.
Dos años antes había conocido Extremadura como una tierra incandescente, como una inmensidad en la que el visitante no avisado se pierde.
Llegué al aeropuerto de Madrid bajo el sol de mediodía y miré interiormente hacia el amplio oeste, cuya existencia presentía. Ya la palabra Extremadura producía en mí un encanto difícil de describir. Me parecía que quería decir que España es tan grande que puede permitirse un oeste propio. Quien recela ante un viaje a Texas o a Wyoming puede experimentar en la región más escondida de Europa qué son horizontes sin fin. Para el buscador de lo completamente otro basta comprender que España sigue siendo aún el salón de las maravillas de Europa.
Los organizadores de un congreso en Cáceres me habían invitado amablemente y después olvidaron recogerme en el aeropuerto, como si quisieran darme una lección moral: quien se interesa por Extremadura ha de pasar antes por una prueba de carácter. Ha de demostrar que puede valérselas por sí mismo para llegar hasta allí, aunque ninguna negra limusina le lleve, ingrávido, a su destino. Y así sucedió. Me busqué un chófer, que me llevó a la magnífica ciudad antigua de Cáceres. En un Parador umbroso encontré sosiego y un teléfono. Media hora después los anfitriones me dieron la mano, felicitándome por haber aprobado el examen.

La segunda vez el viaje había de comenzar bajo nubes más bajas. Llegué a tiempo para experimentar cómo el otoño converge con el invierno para traspasarle los menesteres del cargo. Esta vez me empeñé en viajar desde el sur, quería abordar desde Sevilla el salto a los campos extremeños. Me parecía que si venía del sur encontraría el país cosméticamente desprevenido y que entregaría entonces su verdad mucho más rápido. La primera noche dio ocasión a recapitular imágenes interiores de Extremadura. Soñé con las cigüeñas sobre los tejados de Cáceres. Después, que Vostell había sufrido un grave accidente de tráfico y se había empotrado con su coche en un muro de cemento. Para él mismo toda ayuda llegó demasiado tarde. Luego vislumbré un cielo lleno de jamones sobre la Puerta del Sol de Madrid y me encontré en medio de una concentración de cochinos que querían iniciar una marcha de protesta al Valle de los Caídos.
Por la mañana vi en el salón del hotel Alfonso XIII viejos sillones de oreja, solemnemente recios, en torno a una mesa negra, como oficiales en uniformes verdes, esperando mudos las indicaciones de jefes invisibles. Tomé esto como un símbolo de la realidad española, donde hay tantas cosas viejas, hermosas, bien logradas, que esperan en la sombra a desempeñar un papel en nuevos ordenamientos. Pero ¿será capaz España de establecer esas nuevas ordenanzas?

28 de octubre. Mérida

Las cigüeñas no me decepcionaron, pero el clima es una manifestación de pura xenofobia. La fealdad de la ciudad de Mérida, que consigue notoriedad por los vestigios de un teatro romano, golpeó tanto mi ánimo que dejé de tomar notas interior y exteriormente. Una voz dentro de mí decía: para quien Siberia quede demasiado lejos puede contentarse con Extremadura.
El país sabe ocultar sus encantos en esta estación del año. Parece significativo que incluso a Gustav Faber, el mejor escritor de viajes por el sur europeo, no se le ocurriera mucho sobre esta región, excepto un par de anécdotas mates sobre los últimos días de Carlos V en Yuste. Especialmente curiosa, dice, sería la silla de manos de madera del emperador, enfermo de gota, con su apoyo movedizo para el pie, que recuerda de lejos un asiento de business class.
Bajo un cielo gris y húmedo resulta difícil explicar la propia presencia. Pesa toneladas el turista que anda bajo la lluvia por una callejuela de una ciudad española de provincia, acosado a izquierda y derecha por escaparates con los utensilios normales para la vida. Todo requiere mi atención, las ópticas, las tiendas de aparatos auditivos, las zapaterías, las tiendas de móviles, las de ropa infantil, sobre todo las de productos extremeños, las perfumerías, sin olvidar, por fin, las vitrinas con chucherías.

30 de octubre. Plasencia

En la iglesia que hay junto al Parador puede verse una exposición de pasos, figuras procesionales de tamaño natural que en Semana Santa llevan por las ciudades penitentes encapuchados. Todas ellas muestran en un estilo estridentemente realista escenas de la Pasión de Cristo. Es obvio que están inspiradas por una afición a los cadáveres y que las exalta un entusiasmo por la tortura. El turista de zonas nórdicas no puede menos de plantearse la pregunta de si el sur y el oeste español no siguen siendo enclaves del masoquismo metafísico. Aquí se respira el aire del dolorismo español y se adivina algo de la disposición al sufrimiento de hombres de la provincia profunda, que tienen todavía cabezas de lansquenetes y conquistadores y hoy se las arreglan más mal que bien como peones y abastecedores. El dolorismo es el heroísmo de los defraudados por la aventura. Pertenece a los secretos de la masculinidad española que en relación a Dios todos los creyentes sean mujeres.

2 de noviembre. Trujillo. La Florentina.

El turista es el anticonquistador por excelencia, ha de dejarse conquistar por el lugar. Pero ¿y si pasa por él sin haberse dejado cautivar por lo que ve?
Líbranos, Señor, de una vida en vela. El drama parece residir en que aquí los animales preferirían ser plantas, mientras que las plantas cortejan a las piedras.
También con los lugares se produce transferencia afectiva.
Quien aprecia los almendrales de la Provenza ¿cómo no ha de ser feliz en Extremadura? A quien le resultan familiares las encinas de Grignan y los olivares, rodeados de muros de piedra natural, de Nyons, Trujillo le hace sentirse pronto en casa. Y quien ha visto una vez los granados del patio de la finca de Dolores tiene que volver.

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