Inauguramos Cajón de Dante, una sección dominical con cadencia quincenal en la que podréis encontrar una galería de textos de diversos estilos, géneros y tendencias, en el que se mezclan de manera plural y sin grumos diferentes autores y temas. Nuestra finalidad es difundir el trabajo creativo y las expresiones literarias contemporáneas, de modo que los lectores puedan hallar propuestas cualitativas.
En esta primera entrega, os presentamos este texto que pertenece a la antología En árbol del tiempo en el que Eloy Sánchez Rosillo nos cuenta el origen de la presencia constante del jilguero en su poesía y de las razones tutelares de este sobre su persona.
Nota sobre el jilguero
Se preguntará el lector de este libro (En el árbol del tiempo, selección y presentación de Juan Marqués, Pre-Textos, 2012), o incluso quien apenas lo haya hojeado un poco, el porqué del muy notable predominio del jilguero entre los pájaros de mi poesía. Su hegemónica presencia se debe a que él fue sin duda, de todos sus congéneres, el que más de cerca y más intensamente viví en mi infancia y mi adolescencia. Nunca me canso de pensar en tan menudo y mágico ser y lo tengo en el corazón como pájaro tutelar.
De niño y de muchacho pasaba los largos meses vacacionales de los veranos en una finca familiar perdida en las inmensidades de la Mancha, que es la que con frecuencia aparece en mis poemas. Los cuatro o cinco cortijos (o aldeas, como los llamaban los lugareños) más próximos estaban diseminados al menos a tres kilómetros a la redonda del nuestro, y el pueblo más cercano se encontraba a unos siete u ocho. Los trabajos y los días transcurrían allí, en los años a que me refiero, como en los tiempos de Hesíodo. No había luz eléctrica ni agua corriente en la zona. No se utilizaban aún los tractores ni ninguna otra maquinaria agrícola. Todas las faenas se hacían a mano o con la ayuda de animales de labor. Era el campo irremediable y sin paliativos: el campo absoluto.
El pájaro que más abundaba por aquellos pagos, después del omnipresente y universal gorrión, era el jilguero, ya que en esas tierras de pan llevar proliferaban, junto a los cereales, diversas especies de cardos, y, como es sabido, el trigo y las semillas de esas plantas erizadas de espinas, aunque de bellísimas flores, son los alimentos básicos de este alado animalillo (hasta el punto de que su nombre latino es Carduelis carduelis). Solían anidar los jilgueros en los almendros, muy comunes en la finca, al igual que las encinas. En el verano estaban ya las crías en todo lo suyo y danzaban y cantaban sin parar con sus progenitores por los aires purísimos. A más de uno de tales inexpertos pipiolos logramos mis hermanos y yo amaestrarlos (cosa nada fácil tratándose de jilgueros), y volaban libres por el interior del enorme caserón en el que vivíamos. Sólo se recogían en la jaula para comer y beber agua, y a veces para dormir. Los llamábamos y acudían solícitos y contentísimos, llenándolo todo con sus gorjeos, a posarse en los dedos de la mano extendida, en el hombro, en la cabeza.
Tan incomparable maravilla la perdí cuando mi madre, a la altura de mis dieciocho años, tuvo que vender la finca. Era yo por entonces un poeta en ciernes, y con la conciencia de la pérdida del paraíso empezó a fraguarme en el alma y en los poemas que escribía el mito del jilguero. El paso del tiempo me ha ido haciendo ver la importancia capital en mi vida de aquella criatura prodigiosa.
EN EL ÁRBOL DEL TIEMPO
Para escuchar el canto del jilguero
vine yo al mundo.
Lo escuché en la niñez —como ya dije
en otros versos míos—,
y allí mismo aún lo oigo.
En mi carne resuena y con mi sangre gira.
¿Cómo es posible que algo como eso,
tan frágil y tan puro, tan de nadie y de todos,
pueda estar en la vida, ser la vida,
que exista un bien tan grande y para siempre?
En el principio de mi ser lo oí
con embeleso, aun sin saber entonces
lo que era aquella música ni lo que en sí llevaba.
Más cerca hoy del final que del comienzo,
puedo decir sin duda que en ese trinar iban,
desde el origen mismo de las cosas
—no como emblema, como enigma o símbolo,
sino en verdad completa, por entero—,
la luz que yo he vivido y el amor que no acaba,
la alegría que tuve,
junto al dolor y su misericordia,
la incertidumbre y toda esta certeza
que al cabo me sostiene.
Sí, dejadme, dejadme que lo escuche,
que el silencio que tengo no se rompa.
No hay misterio más hondo que aquel pájaro
y su canto que vibra en el árbol del tiempo.