Con mi encadenamiento a la tierra
pago la libertad de mis ojos.
Antonio Porchia
Vicente Luis Mora tuvo a bien invitarme hace un par de años a uno de los «Mapas poéticos» que se vienen celebrando en esta ciudad. Confieso que estuve a punto de declinar mi compromiso por cansancio, los finales de curso -era a principios de verano- suelen resultar extenuantes para los editores. Al final, haciendo de tripas corazón, acabé por fortuna por aceptar, y digo por fortuna porque, aparte de volver a ver a Vicente Luis Mora, se me presentó la ocasión de conocer a Raúl Alonso, a Alberto Guerrero, a Juan Antonio y, aunque menos de lo que me hubiera gustado, también a Eduardo Chivite, a José Luis Rey, a Rafael Antúnez y un largo etcétera. En fin, a toda una posible nómina de una posible estupenda antología de poesía cordobesa. Todavía recuerdo la mañana en que Raúl Alonso y Alberto Guerrero me acercaron un ejemplar de La costa de los sueños de Juan Antonio Bernier. Libro en cuya lectura me sumergí en mi viaje de regreso a Madrid.
Ya en aquella mi primera incursión a ese librillo me apercibí de algo que cada vez estimo más en literatura, en poesía, la virtud en la mirada. O lo que es lo mismo la generosidad del creador cuando ve por nosotros y elige un tema con el que iluminar también nuestra mirada, nuestra perplejidad ante el maravilloso espectáculo de la vida incluso a partir de sus más pequeñas manifestaciones o apariciones. De esos asomos que ayudan a dejar de lado la necesidad exterior para empezar a alimentar la interior.
Supe tiempo después de la existencia de un inédito de Juan Antonio y expresé mi interés en leerlo. De ese modo llegó a mis manos Así procede el pájaro. En cuanto hube concluido mi lectura no dudé ni un instante en proponer su edición en Pre-Textos. Debo confesar que me conmovió a la sazón comprobar que todavía había algún joven poeta, algo poco común en los tiempos que corren, que prefiriera editar en una colección que estimaba antes que presentarse a uno de los muchos premios poéticos en curso.
Los poemas de Juan Antonio Bernier son poemas a menudo atravesados por el vuelo hondo de un pájaro. Algo que a mí me sensibiliza especialmente porque soy de la opinión que las aves sólo acuden a lugares «limpios», a lugares en los que la superchería y la energía negativa brillan por su ausencia. Es una poesía habitada en la que está el cielo, la lluvia, el pájaro, el aire, los árboles, la noche, el cuerpo, el canto. Y es habitual que sobre su aparente despojamiento también se posen los pájaros.
Comparto la opinión de nuestro poeta de que el poema prosigue una vez acabado el poema. Dicha realidad evita la autocomplacencia, la vanidad de los que se apoltronan en sí mismos sin tener en cuenta si contentan o desagradan a los demás, asumiendo en su expresión un límite autoimpuesto que hace que den por buenas las cosas que no son y de las que se han apoderado como si fueran debidas a sus propios méritos. Ese coágulo o peana del yo no la encontrará ningún lector atento en la obra de Juan Antonio Bernier y eso propiciará que se deje convencer por él aunque sea sólo momentáneamente. Curro otorga a las cosas que resultan invisibles a muchos ojos la importancia que tienen, mientras que la mayoría les atribuimos una que en el fondo no les pertenece. O lo que es lo mismo, el aparente despojamiento de su poesía contesta a que el poeta se retirará sin hacer ruido cuando haya encontrado y nos haya entregado la palabra que le faltaba. Nada más… y nada menos.