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Ignoro todavía las razones, pero cada vez que se habla de arquitectura pienso irremediablemente en la soledad. El arquitecto ha constituido para mí desde siempre una figura ligada a la soledad. Alguien que desde su soledad intenta y necesita conjurar la de los otros a fin de sentirse menos solo.
No dudo, y menos yo que no soy arquitecto, que hablar de arquitectura siempre es difícil, dificultad que no exime a los propios arquitectos. Del mismo modo tampoco dudo que hablar de la soledad sea de las cosas más difíciles. Y es antes que nada complicado por lo que deja de uno mismo y sus sentimientos al descubierto. Si al hablar o pensar la arquitectura se despierta en mí de modo indefectible la idea de soledad, eso debe contestar a algo. Algo que desde luego no deseo ni pretendo desvelar.
Con todo, no quiero soslayar que uno de los mayores temores que inspira en los hombres su sentimiento de soledad es el que les permite enfrentarse a sí mismos. ¿Cabría entonces concluir en que el hombre ha inventado las artes –y en ellas incluyo a la arquitectura– para distraer al hombre en soledad del enfrentamiento inevitable consigo mismo que le impone ésta? ¿Podría hablarse de la arquitectura como un arte de la consolación? ¿De un muro contra la muerte? ¿De qué nos protege, si es que lo pretende, la arquitectura? ¿De las agresiones de los elementos o de nuestra propia naturaleza de hombres en soledad? ¿Del tiempo o de la mirada desde el tiempo de los otros? ¿Podría hablarse en rigor de la arquitectura como un arte funerario?
¿Estamos solos o nos sentimos solos? Si el problema radica en que nos sentimos solos la soledad no puede ser mayor. En cambio, si sólo estamos solos la soledad no puede ocuparnos como problema pues somos soledad. Pero cabría añadir que cuando estamos solos pensando, siquiera podemos estar seguros de nuestra soledad. La soledad no acostumbra a decirnos nada, únicamente centra, fija a nuestros ojos el mundo exterior otorgando a éste la distancia, la independencia que en el fondo posee respecto de nosotros. Distancia que ha tratado precisamente de abolir con irresponsabilidad la arquitectura contemporánea en complicidad con ciertas ideologías de nuestra época, queriéndonos hacer creer que la soledad iguala a los hombres sin haber establecido antes la distinción entre el estar solo y el sentirse solo.
La distancia de la que hablábamos hace un momento la podría identificar en mi caso en un lugar concreto. En uno de los lugares de mi infancia que todavía puedo revisitar sin el menor asomo de nostalgia ni de asombro. En el centro de ese lugar, llamémoslo arcádico, se erige una casa. La casa de campo propiedad de mis padres a las afueras de la ciudad en que nací. No recuerdo nada de su arquitectura, del esqueleto de aquel antiguo casón, ni siquiera podría reproducir con las mínimas garantías de fiabilidad, por ejemplo, mi dormitorio. Sólo alcanzo a reconstruir unos porches o soportales alicatados de cerámica antigua de muchos colores. Todo lo demás de su arquitectura se ha desvanecido en mí y jamás he podido recomponerlo al contemplar otras casas que podrían asemejarse a ésa.
Sí permanece por el contrario imperecedera en mi memoria otra suerte de “arquitectura” más íntima. Los espacios, el mapa que fue trazando mi experiencia libre y gozosa de aquel espacio, los lugares en que imprimí parte de mis sentimientos y que a su vez conformaron, al permanecer vivos en mi recuerdo, mi vida posterior. Por ejemplo, el aroma húmedo de una cueva natural a la que se accedía a través de un jardinillo de trazado romántico y en la que mi padre instaló su bodega particular. ¿Por qué una casa no puede estar construida sólo y exclusivamente por aromas?
Puedo reproducir también sin el más mínimo esfuerzo la ubicación de una alberca, flanqueada de una rosaleda que cuidaba mi madre, en la que nadaban a sus anchas unos peces dorados y naranja que al niño que fui le parecían enormes, y de cuyas escamas solía prender su imaginación a fin de que le transportasen a esas profundidades subacuáticas de apenas unos palmos, inexpugnables y llenas de misterio para el que ensimismado los admiraba desde la tibia orilla de granito. Allí mismo, además, sentí, sin ser muy consciente de ello, la punzada de lo que después se me revelaría como primera evidencia de la muerte. Intuí la inextricable trama de la experiencia de ver desaparecer de la noche a la mañana, y no es un eufemismo, toda aquella vida en apariencia indetenible de escama y movimiento. ¿Por qué no pueden ser materia de arquitectura las escamas de la muerte?
Si tuviera, sin embargo, que reproducir ahora el lugar de aquel espacio que pervive en mí de modo más nítido, necesitaría transportaros a una pineda que distaba unos cincuenta metros de la casa y en cuyo centro se eleva un cenador de piedra y celosía, en medio del cual hay dispuesta una mesa de mármol blanco de una sola pieza. Mesa sobre la que acostumbraba, ayudado de una piedra, a despanzurrar piñas para extraer los piñones que a renglón seguido deglutía con avidez y contento. Para después, con la boca todavía aromada por la resina hecha fruto, acostarme desnudo sobre la fría superficie de aquella suerte de altar a fin de aliviar el calor de las mañanas estivales y ver mecerse, cuando corría un poco de aire, las copas de aquellos árboles todavía para mí hoy tan misteriosos, y encandilarme en las noches claras al columbrar desde aquel observatorio privilegiado de mármol las estrellas parpadeantes. ¿Por qué no puede haber una casa, me pregunto, construida exclusivamente por piñones y estrellas?
Volver a esos lugares, si no sobreviviesen en mí esas sensaciones, sería como regresar a un espacio construido pero vacío. Inhabitable, jamás hollado por la vida y en el que uno se sentiría con carácter irremisible demasiado solo. Volver en cambio, acompañado de esas emociones vivas, supone poder seguir regresando, ser capaz de sostener la creencia de haberme creado de nuevo cada vez que vuelvo, tal como podría hacer una arquitectura cara a la vida. Esa arquitectura a la que apela el que fui y sigo siendo, una arquitectura que fuera poco a poco penetrando nuestros sentidos, haciéndonos más nosotros y menos individuo. La arquitectura debería igual que la soledad poder fundamentarse en el sentimiento por venir, sin componer de sí misma la imagen difícil y desasosegada que suele componer cuando sólo contempla el tiempo en que vive a fin de igualar a los hombres como si de una religión se tratase.
¿Es la arquitectura un arte de consolación? ¿Un arte funerario? ¿De qué pretende protegernos la arquitectura contemporánea? ¿Quizás de la tradición? ¿De nuestros recuerdos gozosos? ¿De la misma memoria? ¿De los fenómenos atmosféricos? Un hombre solo, aun con una arquitectura que lo caracterice, no es libre, por más que la soledad sea condición ecológica de la arquitectura. La soledad, el sentimiento que de ella podemos derivar, debe devolvernos la fe perdida en el silencio. También la arquitectura debería estar capacitada para decirnos algo al respecto. Alguien dijo que los edificios poseen su rostro, no tratemos de ocultarnos de esa rostricidad. Ese alguien dijo también que las ventanas de los edificios son como ojos que nos contemplan. Sí, que nos miren, pero sin que a cambio tengamos que admirarlos nosotros a ellos.
No, no queremos estar solos. Seríamos capaces de pagar cualquier precio por no seguir estando solos, el precio incluso de quien somos. La arquitectura, a mi juicio, como arte debería ayudarnos a aceptar esa soledad a la que vamos destinados, transformándola en sentimiento. Y lo conseguiría sin esfuerzo si antes lograra hacerse más nuestra facilitando nuestro acceso a ella, haciéndonos, en suma, más dueños de nuestra propia soledad. La arquitectura debería aprender a devolvernos, apelando a nuestras emociones, aquel lugar, que son muchos lugares vividos, del que partimos y a partir del que nuestra vida y soledad pasadas siguen vivas en nosotros como un don.
El horizonte de la arquitectura debería pasar hoy más que nunca por restituirnos la libertad a fin de poder recobrar, sin prejuicios culturales o sociales, un lugar más habitable para nuestros sentimientos de criaturas vivas. Un arte que pudiera llegar a procurarnos un lugar vivo en el que poder incluso morir sin el drama que impone el tiempo. Sería pertinente que la arquitectura se sumase más a nuestra soledad. Para concluir, podría erigirse más que como un arte funerario como un arte que se encare a la vida, a la soledad de los hombres que deben habitar en ella y a los que ella se ofrece. A un hombre sin datación ni rostro concreto, sin historia ni cultura, a un hombre provisto únicamente de la memoria de sus vivencias dolorosas y gozosas.