Estos apuntes, quizá porque no estuvieran destinados a ser publicados, ponen de manifiesto cómo era Pereira, su carácter, sus pequeñas vanidades y su gran sentido del humor.
Él fue uno de esos escritores que tenían una voz personal, auténtica, y no como tantos otros que solo parecen disponer de una estrategia para medrar.
Como un dietario se presenta este libro en la contracubierta, aunque en un par de entradas el autor dude de la adscripción a dicho género. Así, se refiere con displicencia a estas páginas como “diario o agenda o lo que sea”, y en una de las entradas más interesantes, correspondiente a 1992, completa la reflexión: “No suelo pensar en por qué redacto estas notas, que no son lo que se dice un diario” (pp. 80 y 276). En realidad, han sido el semillero que alimentó libros misceláneos del autor, como La divisa en la torre (2007), donde ya aparecen recogidos algunos de estos textos, si bien presentados como cuentos o artículos. Sea como fuere, si a algún género clásico pudiera adscribirse este conjunto de prosas sería al diario, pues por su estructura y tono, cada una de las entradas aparece titulada, lo que no resulta frecuente, y fechada, de modo que es como lo recibirán buena parte de los lectores. Siguiendo con la definición de los géneros, le critica a Michel Tournier —asiste a una conferencia suya en 1992— que no aclare las diferencias entre conte, récit y nouvelle. Pero, al mismo tiempo, desaprovecha la ocasión de aclaranos qué pensaba él sobre este asunto. Y a tenor de lo que comenta, siguiendo el ejemplo de Las afueras, de Luis Goytisolo, un ciclo de cuentos, cree viable convertir unos relatos en novela.
El título del libro proviene del nombre de la sección que Pereira mantuvo en La Vanguardia entre 1969 y 1971, aunque no sepamos, puesto que no se aclara, si es obra del autor, fallecido en el 2009, o del editor del libro. Sea, en fin, de uno u otro, significa que Pereira se consideraba, o era considerado, sobre todo, un escritor de cuentos, opinión que comparto. A propósito de los títulos, en general, recuerda que Magritte defendía que el cuadro era igual a la pintura más el título.
Tampoco está fuera de lugar recordar ahora que su mujer, Úrsula Rodríguez, la U que aparece en sus textos, andaluza, de Jaén, que tanto cuidado puso en la preservación y difusión del legado literario de su marido, falleció en mayo del 2019. Apreciaba la pintura, por lo que compraron obras de Álvaro Delgado, autor de un conocido retrato de nuestro autor, de Cirilo Novillo, etc. Pero, además, en estos diarios aparecen pintores como Vela Zanetti, cuya obra admiran en un viaje a Santo Domingo, Orlando Pelayo, Juan Carlos Mestre (su mural en el Parador de Villafranca del Bierzo, que lleva el nombre de nuestro autor, quien, además lo protagoniza, bien merece un viaje), o en un comentario sobre la fascinación que le produce ver pintando a Modesto Llamas, para Pereira todo “un espectáculo”.
Se ganó la vida como viajante y con un comercio de ferretería y electrodomésticos, llegando a hacer buen dinero, pero su vocación fue la de escritor. “Soy comerciante, me gano la vida vendiendo chismes de electricidad y aparatos eléctricos”, comenta en 1970. Se sincera y comenta que vende sus artículos como su padre vendía las hoces. O, por último, confiesa sin empacho: “Soy reacio a los agentes literarios y ‘viajo’ mis propios productos” (pp. 17, 68 y 139). Quizá por juicios como estos, algunos de sus amigos lo definieran –creo que sin maldad— como un cazurro ilustrado. Esas y otras dualidades semejantes afloran en su existencia, pues vivió en la España profunda, en Villafranca del Bierzo (León), si bien tenía un piso en Madrid, en Argüelles; acudía en verano a las fincas de la familia de su mujer en Fuente Orozco (Jaén) o en Polop (Alicante), y durante un tiempo en Fuengirola (desde donde arranca el diario), pero le gustaba recorrer mundo, incluyendo los lugares más exóticos, descansando en lujosos hoteles, disfrutando de la buena vida, en una época en que ese afán viajero no era tan frecuente e inútil como lo ha sido en las últimas décadas. “Viajando se aprende. Navegar es el doctorado”, apunta en el diario (pp. 71 y 86).
Esas experiencias, tan distintas, se manifestaban en sus obras de ficción. Por el diario conocemos el origen del cuento “Palabras, palabras para una rusa”, uno de mis preferidos, cuya acción transcurre en Moscú, relato que le oí leer en el paraninfo de la UIMP, en Santander, pasando con creces la prueba que él consideraba definitiva, que se sostuviera al leerlo en voz alta. Pero también debo decir que en el diario le saca escaso partido a los viajes (decepciona, por ejemplo, lo poco que nos cuenta de una ciudad tan fascinante como San Petersburgo), aunque confiese que se hubiera quedado a vivir gustoso en Salzburgo, Marrakech o Mondoñedo, sin llegar a explicar por qué.
Pereira fue, en suma, un comerciante de éxito y un escritor, en distintos géneros, que luchó porque su literatura se difundiera, por ser reconocido, aunque me temo que solo lo consiguió en el ámbito de la narrativa breve, donde su obra ha sido muy apreciada. Quizá por ello comente en 1972: “A veces tengo la impresión de ser un poeta mal tratado. (No digo maltratado)”, e insiste en 1984: “Creo injusto el relegamiento de mi poesía” (pp. 51 y 203). Y algo semejante debió de pensar sobre sus novelas.
El libro, que pide a gritos un prólogo explicativo (“Si estos papeles míos se publicaran algún día, ya me gustaría anunciar yo mismo lo que son y sobre todo, lo que no son”, p. 30), aparece dividido en tres partes, que responden a las décadas que transcurren entre 1970 y el 2001. En la primera fecha había publicado ya varios libros de poemas (El regreso, 1964; Del monte y los caminos, 1966; y Cancionero de Sagres, 1969), un volumen de cuentos (Una ventana a la carretera, 1967) y una novela (Un sitio para Soledad, 1970), en la que llegó a depositar unas esperanzas que no se confirmaron, si bien concursó con ella en el Nadal que ganó Álvaro Cunqueiro, sin llegar siquiera a finalista. En julio de ese mismo año, apunta: “Ahora mismo no se puede por nuestros pagos hablar de novelas sin tener presente el fenómeno de los hispanoamericanos”. Y no mucho después, se atreve con esta sencilla pero atinada definición: “La poesía es una emoción recordada” (p. 28 y 73).
Pereira era un hombre liberal, y en cierta forma cosmopolita, por lo que llama la atención que votara en blanco en el referéndum de la Constitución, celebrado en 1978, quejándose de que se le diera demasiada cuerda a algunas regiones que se consideraban nacionalidades (p. 135); y las rancias amistades literarias que cultivó, con las correspondientes excepciones. Debió de ser consciente de ello, sin embargo, porque en 1986 comenta que le hubiera gustado relacionarse con Jesús Fernández Santos y su grupo, entre los que cita a Medardo Fraile, Aldecoa y Sánchez Ferlosio. Mostró mucho aprecio por Luis Rosales y Leopoldo Panero, hasta el punto de que se sintió muy molesto con El desencanto, película a la que se refiere en el diario y sobre la que discutimos en uno de los primeros Encuentros de Verines. Y a ese respecto, me sorprende que no se refiera a ellos, al encuentro celebrado en 1987, dedicado al cuento, donde lo conocí, pues esa reunión debió de ser importante para él, como lo fue también para mí.
Le gustaban las tertulias, y frecuentó la del Gijón (“En la ‘mesa de los poetas’ del Gijón no he oído jamás hablar de poesía”, p. 176) y la de Ínsula, aunque luego se quejara de que en Madrid esos encuentros no le dejaran tiempo para escribir. Sus amigos pululaban alrededor de La Estafeta Literaria, revista rancia, mientras que él anduvo en Juegos Florales y jurados de premios de medio pelo, donde con frecuencia se topaba con los autores del régimen (por ejemplo, con Eugenio Montes, a quien —con ironía— dice envidiarle sus chalecos de fantasía), si bien tampoco faltan nombres que hoy ya son relevantes, como sus paisanos Victoriano Crémer, Antonio Gamoneda, Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio y José María Merino (con los tres últimos, actuó con éxito en los filandones iniciales), a cuyo trato y amistad podría haberles dedicado más espacio. Elogia al poeta, editor y traductor Enrique Badosa, a Umbral, Delibes, Juan Carlos Mestre y Antonio Colinas. Le rinde homenaje al sacerdote Antonio G. de Lama, uno de los fundadores de la revista Espadaña, en la que Pereira colaboró, y ¡cosa insólita! reconoce el trabajo de varios historiadores de la literatura y críticos literarios: Ricardo Gullón, Ricardo Senabre y Santos Sanz Villanueva. En cambio, no salen bien parados personajes tan distintos como Cela, González Ruano, Gimferrer, fray Justo Pérez de Urbel, Ramón Carnicer, Benjamín Palencia, Gerardo Diego, “los Labordetas“, e incluso con Carver se muestra reticente. Pero, al respecto, apostilla: “No hago sangre, a lo más [que] me quedo es en la ironía sin llegar al sarcasmo” (p. 300).
Estos apuntes, quizá porque no estuvieran destinados a ser publicados, sin someterlos antes a una estricta revisión (“Si alguna vez pienso en su posible publicación, pronto caigo en que sería difícil vender el producto”, p. 276), ponen de manifiesto cómo era Pereira, su carácter, preferencias e inquietudes, sus pequeñas vanidades (a lo Poirot, o casi), y su gran sentido del humor, según puede observarse en las preceptivas visitas que le rinde a Aleixandre, Jorge Guillén y Borges. A veces se muestra aprensivo, hipocondríaco o ciclotímico, pues reconoce que solía pasar del abatimiento a la euforia. Pero, además, confiesa: “Pierdo mucho tiempo en pijadas” (p. 261). No oculta lo mucho que le atraen las mujeres atractivas, hasta el punto de que se refiere a la cantante Massiel como “mi ídolo sexual” (p. 90). Apreciaba mucho la comida en compañía selecta, por ello nos cuenta que ha compartido mesa con presidentes de Gobierno, ministros y embajadores. Y cuando le preguntan para qué escribe, responde que “para comer y beber con los amigos” (p. 271).
Se observa también, en estas páginas, cómo en sus acercamientos al mundo literario no le falta un punto de escepticismo, de distanciamiento e ironía. Sobre esta, formula una teoría: “La ironía es arma oblicua, pero muy temida por el poder. Los opresores prefieren ser trágicos antes que ridículos” (p. 22). Se vale también de la socarronería, pues parece verle sus imposturas a todo lo que rodea al oficio de escribir, como si al fin y a la postre su mundo más tangible fuera realmente el otro, el de los viajantes de comercio y los ferreteros. Así las cosas, los que tuvimos el placer de tratar con él, solemos recordarlo con unanimidad como un hombre afable, muy divertido y un excelente narrador oral.
Antonio Pereira fue uno de esos escritores que tenían una voz personal, auténtica, y no como tantos otros que solo parecen disponer de una estrategia para medrar. También Pereira hizo lo posible por cobrar famar, pero me parece que sin demasiado tino, a la vez que reconoce su “impaciencia por publicar” (p. 66). No creo que sea este un libro para todos los lectores, aunque los amigos de Pereira disfrutarán, al reconocer en él sus historias, su voz, la manera que tenía de contar. Por último, no quiero dejar de llamar la atención sobre la excelente foto del autor que aparece en la cubierta, obra de J.A. Robés, pues nos muestra quién fue en esencia Antonio Pereira.
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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporanea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario
Publicada en Infolibre el 05/06/2020