Pienso en la capacidad de la literatura para interpelarnos sobre nuestro propio presente desde realidades en apariencia lejanas. En cómo el mundo da vueltas en círculo y no solo el mundo, sino cada parte de ese mundo, como si fuera un extraordinario mecanismo lleno de engranajes. En esa dinámica, todas las historias nos hablan de algún modo de nosotros, por acción o por omisión, nos interrogan sobre nuestro presente desde distancias de otro modo insalvables. En la ligereza narrativa de A salvo en la cocina (y bien es sabido lo complicado que es llegar a la ligereza en tiempos pesados… y la sobreabundancia de los tiempos pesados), podemos encontrar no pocas inquietudes actuales. Es cierto que fue escrita en 1993 (y pensamos en veintiocho años como si no fueran nada, un soplo de tiempo), aunque remita a los años previos a la Segunda Guerra Mundial y de la independencia del Irlanda del Reino Unido, pero aún así no dejan de ser sorprendentes los ecos y las dudas que traslada a cuestiones actuales. Tal vez porque esas cuestiones son actuales porque atravesaron el siglo anterior y siguen instaladas en este, como eternas inquietudes: el nacionalismo y el papel de la mujer en un mundo que no fue construido para ellas (y aquí me queda la duda de para quién fue construido).
Pero, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de la novela de Aisling Foster? Rita Fitzgerald es hija de una familia bien, de origen inglés, sólidamente afincada en Irlanda. Sus preocupaciones son más bien escasas, más allá de pensar en el traje que debe llevar en la próxima fiesta y su impertinente hermana, pero tiene inquietudes juveniles. Inquietudes irlandesas. Piensa que debe seguir el curso del tiempo, y el tiempo, en aquellos momentos, exigía la independencia del Reino Unido, resolver la causa del Úlster (Irlanda del Norte), aprender ese complicado idioma autóctono, recuperar los valores tradiciones, y reconstruir una historia, cierta o idealizada, que pusiera los mimbres de la nueva vieja nación. Porque Irlanda, después de todo, lo que reivindicaba era su nacimiento no como nación moderna sino como nación vieja. El curso del tiempo debía ir hacia atrás. En esas, Rita conoce a Frank O’Fiaich (en realidad, Fee), un apuesto joven que aspira a ese país rural como tarro de esencias, nada dublinés. Está metido en la política y en la causa independentista y llegará lejos. Pese a la oposición nada feroz de la familia, se casan, y ahí empezará una curiosa existencia, que quedará marcada por un momento muy especial: un viaje a Estados Unidos para obtener fondos. De ese viaje, Rita se trae dos cosas que la acompañarán el resto de su vida: las joyas de los Romanov y el recuerdo íntimo de una camarada soviética.
Como Frank O’Fiaich tiene una idea muy precisa de lo que es ser irlandés, pero ninguna de las relaciones de pareja (y qué decir de la vida social, fuera de la causa nacional), Rita mantendrá su relación de amor con las joyas que custodia y con el recuerdo de aquella otra mujer y que le había hecho llegar a lugares y sensaciones desconocidos y deseables. Y con ello, su realista (y por tanto peligrosa) amiga Mary, su familia y sus reproches, su cocinera y una cocina, pasará poco menos que el resto de sus días, esperando que entre un poco de aire fresco entre todas las corrientes de la Historia. Y nosotros, página a página, vamos pensando también en nuestras cosas, en la actualidad de los días, aunque hayan pasado cien años. Y en esos círculos y engranajes que movían y mueven el mundo, incansables al desaliento.