Hazte quien eres. (Nietzsche)
Para empezar debería decirles que el que les va a hablar es esencialmente un hombre de creencias, y lo es tanto por naturaleza como por formación. Es decir, quien se les dirige es un hombre razonablemente feliz que cree en los antiguos valores de la amistad, la lealtad, la solidaridad, también en el principio ecuménico del arte, en la palabra creadora, en suma. Pero del mismo modo que creo en la fuerza emancipadora y conciliadora del arte abocado a la vida, al hombre, a la realidad, insisto en que hace falta tener mucha fe en aquella fuerza a fin de poder seguir creyendo en el arte con mayúscula, incluso cuando éste pueda, de modo antinatural, hacer abstracción del hombre y de sus limitaciones o, dicho de otra manera, de sus miserias.
Para abordar con sensatez un tema sensato hay que tratar de establecer un diálogo que, como todo diálogo, constituya en sí mismo una investigación de la verdad. De esa verdad que nos impele a vivir conmovidos por el espectáculo de la vida. Y esa suerte de conmoción me viene dictada, sin duda, por mi temprano sentimiento de soledad. La soledad origina en nosotros un estado de continua aspiración. Aspirantes al afecto de los otros, al amor, aspirantes al dolor, a la vida. Todos de alguna manera aspiramos a buscar la serenidad que no encontramos. Como coincido con Nietzsche en que hablar de uno mismo nunca es una refinada forma de la hipocresía, voy a contarles alguno de los avatares que han conformado mi ya larga experiencia de editor.
Mi vida ha sido, por circunstancias familiares que no vienen al caso, la de un solitario. De un solitario que, como buen solitario, se ha sentido desde muy niño atraído por los otros. He necesitado, sí, a los próximos y de ahí quizás partan mis dos principales pasiones: la del viaje y la de la literatura. Reformarse es vivir. Viajar es reformarse, dijo José Enrique Rodó. Viajar, pues, despliega frente a nuestros ojos nuevos ámbitos, nos ayuda a contrastar, nos acerca más, si se tiene en verdad espíritu viajero, a nuestros vecinos, también a uno mismo. Nos hace, en consecuencia, menos egoístas, mejores. Leer nos sirve para tender, a contrario de lo que se cree, puentes con la realidad. Yo no he encontrado mejores antídotos para mi melancolía. La soledad nos enseña a veces a ser intelectualmente más honestos, pero, como dice Nicolás Gómez Dávila, nos induce a ser intelectualmente menos corteses. De eso hablaremos más adelante.
Creo que si me han interesado con cierta precocidad las obras de los otros ha sido por servir de espejo de sus respectivas ideosincrasias, complejidades y diferencias. Durante mi período de formación de lector he devorado sin orden ni concierto todo lo que llegaba a mis manos, ávido por acercarme a los demás. Pero, si me lo permiten, antes debo volver grupas a esos pequeños detalles en toda biografía que crean en uno carácter.
Tuve la gran fortuna de crecer en el seno de una familia burguesa liberal y con biblioteca. Algo que en cualquier país de la Europa occidental sería moneda corriente y no reseñable, no lo es en nuestro pobre país. Desde muy chico mi madre me leía en voz alta el Romancero, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. Sin duda, su voluntad de ganarme para la lectura junto a las historias que me narraba una vieja y muy querida cocinera extremeña, segura y paradójicamente «analfabeta», fue determinante para mi definitiva atracción a la causa de la literatura. Nunca jamás podré agradecerles lo suficiente a esas dos mujeres, junto a la estupenda disposición al respecto de mi padre –más inclinado a las lecturas científicas–, mi vocación a la literatura. El colegio, en mi caso, también tuvo su ascendencia. Gocé del privilegio de una educación laica y, en concreto, de un profesor alemán que, aparte de inocularme su amor por su lengua materna, amplió mi horizonte de inquietudes literarias. A ello contribuyó también un tío materno y un compañero de colegio que acabó siendo mi amigo inseparable y, cosas de la vida, socio en lo que ha terminado siendo, hasta la fecha, la gran aventura de mi vida. Todos estos pequeños apuntes en la biografía de uno me hacen concluir en que en la vida nada es azaroso si se sabe permanecer atento. Es decir que, tal como decía un materialista, el azar es la conciencia de la necesidad.
En la actualidad constituimos la editorial tres socios que, después de muchas y variopintas vicisitudes, han dado gratamente más de la mitad de su existencia a la causa de los otros, a la de la literatura.
No estaría a lo mejor de más que les refiriese alguna de nuestros avatares. Pues soy de la opinión que esas pequeñas anécdotas particulares pueden contribuir a estimular en los otros movimientos vitales similares y que, en el mejor de los casos, les puedan también proveer a ustedes en el futuro de esas experiencias insospechadas que tan útiles a nuestras vidas tanto intelectual como vitalmente.
En ninguno de nosotros, en ese momento ya éramos los tres que constituiríamos las piedras miliares de Pre-Textos, hubo, que conozcamos, ningún antecedente familiar en el mundo de la edición. Si mi vocación se encontraba en agraz en mi larga trayectoria de lector solitario, ésta eclosionó en la universidad por inducción de un amigo de más edad que, conociendo nuestro amor por la literatura, nos embarcó en la preparación de lo que debía acabar siendo la creación de una modesta colección de poesía. El proyecto fracasó con la prematura muerte de nuestro «mentor» para renacer, con carácter distinto, al año siguiente. Cuando se me interroga sobre qué es lo que me movió a ser editor, siempre contesto que el nacimiento de Pre-Textos responde a una suerte de rara combinación entre pasión y frustración. Nuestra pasión entonces por la letra impresa y la literatura, y la frustración que supuso para nosotros la universidad española de finales de los sesenta, principios de los setenta. Poner nuestro proyecto editorial en marcha significó tanto una estrategia de supervivencia vital como el perpetuar el recuerdo del amigo que tan pronto nos abandonó.
Huelga, por otro lado, decir lo jóvenes que éramos. Tanto que cuando tuve que ir a solicitar un impreso para obtener los permisos gubernativos caí en la cuenta de que no había cumplido todavía dieciocho años y que la mayoría de edad en aquella, por fortuna pretérita, época no la alcanzaba uno hasta los veintiuno. No olvidemos que en aquellos tiempos el antiguo régimen estaba dando sus últimos coletazos. Era un momento, no os lo oculto, de gran tensión, desconfianza y paranoia por parte de las autoridades. Nada era fácil, y menos todo aquello que tuviese que ver con la cosa cultural. Tengo para mí, además, que nuestra juventud no vino a ayudar a la sazón. Diré, como ejemplo, que tuve a mis espaldas, nunca mejor dicho, una investigación policial por parte de la temida brigada político social, que recelaba, ahora lo sabemos, de que personas tan jóvenes estuvieran sirviendo de pantalla para no se sabe qué intenciones conspiratorias de no se sabe qué grupo conspirador judeo-masónico. Con todo y una espera de unos cuatro años, logramos coronar con éxito nuestro empeño. Después de un trabajo ímprobo, una vez concluidos nuestros estudios universitarios, y de dos años en la preparación del catálogo por venir conseguimos editar nuestro primer libro en septiembre del año setenta y seis.
Del mismo modo, aunque con sesgo bien distinto, que despertamos suspicacias habida cuenta de nuestra juventud en las autoridades de aquel entonces, las suscitamos también entre aquellos autores españoles a los que nos acercamos en un primer momento. Desde el principio tuvimos claro que una de nuestras misiones debía radicar en la recuperación de parte de nuestra memoria histórica, en concreto la memoria literaria del exilio español republicano. Establecimos contacto con distintos intelectuales de esa diáspora a fin de incorporarlos a nuestro catálogo. Todos nos correspondieron, a decir verdad, con buenas palabras y prodigalidad en consejos, pero nadie, salvo Juan Larrea, quiso en aquellos momentos iniciales confiarnos ninguno de sus libros por venir. Antes que arredrarnos ante tamaña nueva desconfianza, optamos por ir definiendo nuestro catálogo a partir de traducciones. De ahí que quien lo consulte en la actualidad podrá comprobar dicha necesidad en el primer tramo de nuestra andadura.
Un maestro zen nos diría: quien no tenga dificultades al comienzo las tendrá, y peores, más adelante. Para nosotros, como para todo el que empiece, el comienzo había sido bastante difícil. ¿No teníamos entonces derecho a ser optimistas frente a cuanto nos pudiese esperar y cuyas dificultades futuras vislumbrábamos vagamente? Como pueden imaginarse, nuestros primeros pasos estuvieron jalonados por nuestra falta de experiencia. El entusiasmo, sin embargo, que presidía toda nuestra actuación compensaba y neutralizaba, en parte, los errores en que por nuestra bisoñez incurríamos. Un entusiasmo, todo hay que decirlo, que no ha menguado un ápice hasta la fecha.
Los primeros años de experiencia editorial transcurrieron, como puede colegirse, teniendo que sortear muchas dificultades. Desde la de la imposibilidad inicial en la distribución de nuestros libros hasta la de tener que ir resolviendo sobre la marcha muchos de los problemas que se iban interponiendo entre nuestra férrea voluntad por salir adelante y la realidad de un medio tan controvertido como indiferente a las jóvenes empresas. No voy a ocultar que, a unos años vista de nuestra fundación, cundió el desánimo, más por nuestra dependencia económica de nuestras respectivas familias que por los arrequives que debíamos ir sorteando. A punto estuvimos de tirar la toalla, pero un ángel de la guarda vino en aquel momento en nuestra ayuda. Como todos los ángeles, el nuestro tenía nombre y apellidos: Elias Canetti. Cuando nuestra edición española de Las voces de Marraquech estaba en prensa, se le otorgó al autor búlgaro de origen español el Premio Nobel. Esta circunstancia nos indicó que a lo mejor no estábamos tan equivocados en nuestro empeño y nos insufló renovados ánimos en la que acabaría, como ya he indicado, siendo la gran aventura de nuestras tres vidas.
Abundando en las dificultades, no estaría de más sacar a colación el carácter que se confiere a todos aquellos editores que no trabajamos desde los centros habituales de edición en España, Madrid o Barcelona, es decir, los editores periféricos. Marbete que, antes que habernos favorecido, nos relega a una condición de segundones en los medios de difusión. Aunque en nuestro caso esa «entomologización» ya no nos afecta, lo sigue haciendo sobre otras beneméritas empresas que, contra viento y marea, tratan de abrirse paso en provincias. Periféricos o no, lo justo sería que se nos juzgase más por nuestras obras que por la ubicación de nuestra sede social. En fin, pelillos a la mar.
Puede colegirse de todo lo antedicho que el lema de este curso no puede ser más ajustado a la realidad: A editar se aprende editando. No hay más vuelta de hoja. Del mismo modo que editando se llega a los otros y a uno mismo. Es decir que de dicha actividad o labor de mediación se puede aprender a aprender. O lo que es lo mismo, a vivir. A vivir en uno y en los demás. A saber estar en el mundo y, en consecuencia, a ser lo que somos. A aprender a no contradecir nuestra naturaleza. Todo aquel que se precie de vivir con intensidad y amor su trabajo debe estar en condiciones de decirse a sí mismo que no estuvieron equivocados aquellos que lo animaron y que, si se ha nacido, a lo mejor ha sido para aprender a dar las gracias. Cuando se es consciente de ello, la propia dinámica de nuestro trabajo nos ayudará a desprender de la misma una filosofía, un modo, repito, de saber estar en el mundo y de saber agradecerlo.Tratemos, pues, a renglón seguido de sintetizar esa filosofía de vida emanada del trabajo gustoso.
Me compete hablarles esta tarde de un arte de mediación, de ese, a mi juicio, ennoblecedor arte menor o con minúsculas, pero de gran responsabilidad que supone poner en contacto dos mundos en apariencia separados y condenados a su vez a entrar en interlocución íntima: el mundo de los creadores, del arte, de la literatura, si ustedes prefieren, y el mundo de los lectores; aquellos a los que no sólo está destinada la obra, sino que serán, en la medida en que se sientan implicados, seducidos por ella, los que la acabarán, los que le pondrán punto final.
Valga advertir, antes de entrar en materia, que el que les habla aprendió muy pronto a no juzgar a los otros sólo por sus virtudes o sólo por sus defectos, porque, si a los otros los medimos por ese exclusivo rasero, estamos siendo no sólo injustos con ellos, sino con nosotros mismos, pues quién no es en el fondo un cúmulo de virtudes y defectos.
De lo anterior puede en consecuencia colegirse que la tarea más ingrata del editor es la de tener que erigirse en juez. Juzgar algo que, en una extraña relación de confianza, nos ha sido entregado y es producto de la intimidad estricta de quien lo depositó en nuestras manos, puede resultar muy embarazoso, casi angustiante. Aunque también habría de añadirse que lo que nos acaba absolviendo de esa suerte de amargura es la alegría de descubrir a un narrador, a un poeta, a un escritor verdadero. Para que se produzca esa suerte de revelación, de «milagro», nuestra posición inicial debe pasar por saber escuchar: primero, a nuestra sensibilidad, y, luego, a la de los otros, sin caer en la tentación de pedir previamente nada a cambio. Puesto que los criterios de lectura y, en consecuencia, de selección siempre son, dígase lo que se diga, subjetivos; si desatendemos a nuestra sensibilidad, desatenderemos la medida natural de cada uno de nosotros y de nuestros vecinos.
Se habla con frecuencia de la soledad en la que se debate todo editor literario, y, aunque nuestra soledad es bien a las claras una soledad «acompañada», la soledad del editor es absoluta. Pero justo sería recordar que mientras exista un solitario en un extremo del mundo habrá otro en el otro extremo que necesitará contarle algo. No hay diálogo más transparente que el que se establece entre dos solitarios.
La soledad del editor es también absoluta en otro orden de cosas. Los autores nos ven, por regla general, como una figura de poder. Figura de poder, además, a la que se ven obligados a confiar algo, es decir, su obra, que es producto de su estricta, como decía hace un momento, intimidad; y cuyas expectativas, nobles expectativas, podemos desbaratar los editores de un solo plumazo. En los creadores, además, siempre habita una suerte de niño sobrevivido que los hace muy vulnerables y que tampoco facilita esa relación distendida que debería presidir una relación entre iguales, léase, entre solitarios. Si se nos observa desde esa perspectiva, es fácil deducir que toda relación fluida se hace en esas condiciones difícil, por no decir imposible. El editor, pues, está solo cuando juzga y también cuando es juzgado. Y, lo peor, a menudo es más condenado sumariamente que juzgado por quienes a veces él ya ha sancionado. De ahí que la crítica no pueda ni sea de hecho siempre imparcial. Ellos, los críticos, son los que nos juzgan, ellos son los que nos necesitan y son ellos a su vez los que necesitan conjurar a través de esos juicios sumarísimos en muchos casos su frustración.
Temprano comprendí que la grandeza de la literatura estriba en el hecho de que ella es también una dimensión de la vida, de que ejerce con extraña magnanimidad y de que a su través se puede sospechar que allá, siempre más allá, donde hay otro que quizás nos está esperando, puede encontrarse eso que sabremos o no sabremos lo que es, pero que ahí debe estar. Cuando nada sabemos de la vida, la literatura nos pone en el camino de ese incoercible conocimiento. Nos enseña lo que es el amor, el dolor, la ausencia… Nunca como entonces es tan perentoria la necesidad en los libros de una comprobación del anhelo, de una justificación del deseo, de una explicación del misterio que llevamos en nosotros mismos. La buena literatura nos revela siempre un misterio, y no hay nada más misterioso que la ausencia de misterio. Pero, en rigor, la literatura no propone una solución de ese enigma, ni lo resuelve. Lo expone, lo intenta analizar, lo muestra en todos sus aspectos. Los editores, desde luego, tampoco lo desentrañamos, nos lo someten y lo sometemos simplemente al juicio de los demás, puesto que hay una diferencia entre el ser que se busca y el ser que ya somos.
Para editar hay que saber ser un poco intemporal. Hay que evitar la tentación de asignar a una circunstancia temporal un valor de eternidad que no posee. Habríamos de saber sustraernos a la tentación de querer ser contemporáneos, actuales y modernos a cualquier precio, ya que para serlo se es capaz de denigrar lo mejor de la tradición, sustituir los antiguos dioses por nuevos ídolos. Habría de evitarse creer que nuestra misión es crear siempre un orden nuevo, dar con una renovada ocurrencia, olvidando que de toda esa alharaca estrepitosa de los que predican la novedad no queda, a través del tiempo, sino un tímido saldo de agregación, el auténtico, a la ya larga nómina del arte universal. Nuestra vanidad, nuestra insolvencia no son necesarias para salvar el sagrado cuerpo de la literatura.
Para editar, pues, hay que traer consigo tres cosas: una buena educación, un apasionado amor por ese arte de la mediación que es la edición y saber esperar. En todas las actividades de la vida deberíamos aprender a saber esperar como es debido. Aprender a esperar significa también aprender a desprenderse de uno mismo, a no precipitarse. Pero, ¿por qué anticipar con el pensamiento lo que sólo la experiencia puede enseñar? Nada, ninguna empresa humana logra coronarse con éxito si antes no hemos aprendido a esperar, algo que va contra corriente de la «filosofía» de los tiempos en que vivimos. La espera, no está de más decirlo, es la antesala de la esperanza. Autor y editor deben respirar juntos el mismo aire de espera. Ser dos –nunca se está en rigor solo– en esa empresa debe reportar ya en sí un alivio.
Por contraste con la sociedad seguidista, gregaria y cada vez más conformista en la que vivimos y en la que preferimos que se nos dé todo hecho antes que esforzarnos por la conquista de la libertad que afiance nuestra capacidad de elección individual, sólo unos pocos podemos permitirnos el lujo de seguir creyendo y siendo exigentes con aquello que más estimamos. Sólo unos pocos, a lo que se ve, podemos luchar contra la tiranía tanto del mal gusto, como de la falta de gusto por las cosas que más apreciamos, tal como en nuestro caso es la literatura. Sólo unos pocos estamos en condiciones de expresar la alegría que supone poder aplicar un criterio personal, capaz de seleccionar, discernir y favorecer valores por los que la existencia valga la pena vivirse aun a costa de poner nuestros yoes en crisis. El miedo –eso que nos expone más al peligro– a la posibilidad de equivocarnos suele ser una de las expresiones del miedo a la libertad. Mas, cuando no hay sino el riesgo, tal como sugiere María Zambrano, nada podemos temer, y entonces aquello que se quiere vuelve a presentarse, y en ese instante advertimos que llega ahora con toda pureza y con toda legitimidad. Porque sólo lo que no se ha podido dejar de querer, ni aun queriendo, nos pertenece.
Y es que, sigue diciendo Zambrano, parece condición de la vida humana el tener que renacer, el haber de morir y resucitar sin salir de este mundo. Y una vocación es la esencia misma de la vida, lo que la hace ser vida de alguien, ser además de vida una vida. No estaría tampoco de más recordar de nuevo a Nicolás Gómez Dávila cuando dice que la dignidad del hombre no está en su libertad, está en la clase de restricciones a su voluntad que libremente acepte. En nuestra época nadie parece querer resignarse al principio rectificador que impone la realidad y nadie parece querer preguntarse por la altura de su propia apatía y consiguiente mediocridad.
Estamos asistiendo, en fin, al fracaso de lo personal. Y nada apunta, pese a los cantos de sirena de un pretendido liberalismo edulcorado, a frenar en nuestros días la tendencia a la producción en masa, a las imitaciones vulgares y baratas, al conformismo, a la inflexibilidad, síntomas todos ellos de una época estéril que pretende verse reflejada en lo contrario y cuya contundencia en su resistencia a desaparecer no es otra que la propia a una cultura que está dando sus últimos coletazos. Nos encontramos sumergidos en un momento en que cualquier idea original o su expresión libre y sin prejuicio es rápidamente deformada, oscurecida y arrumbada al anonimato, transformando el drama que eso supone en esa terrible verdad de que ningún desconocido es echado de menos; inmersos, como estamos, en la confusión rampante entre calidad y cantidad. El vigor de una cultura no se debe medir nunca por el número, sino por la calidad. No se obtiene por proceso aluviónico, sino por peso específico.
En la actualidad, el tiempo es considerado demasiado valioso para permitir cosas como el ocio reposado que nos facilita, por ejemplo, entrar en una librería de fondo y poder escoger sin presiones ni condicionamientos mediáticos aquel libro que nos ayude a pasar unas horas de intimidad feliz adentrándonos en la vida que es la literatura. Porque ésta tiene la capacidad de evocar por experiencia interpuesta los momentos más gratos de nuestras vidas y aquellos que no lo han sido, de enaltecer lo vivo a fuerza de suscitarlo. Los libros mediocres, tal como señala Benjamín Prado, cuentan la vida entera de las personas que los escriben, los importantes, por contraste, un poco la vida de todas las personas que van a leerlos. La verdadera literatura, sin embargo, nos incorpora a la vida, puesto que escribir es habitar las cosas hasta el fondo de las mismas. De ahí que al escribir se aprenda a través de ellas también lo que nosotros somos.
Pero a pesar de todas las tendencias hacia la uniformidad y la despersonalización, la gente no deja de experimentar un gran impulso hacia lo individual: una de las paradojas del gusto de las masas es su amor a lo individual.
Los editores clamamos por descubrir obras originales cada dos por tres, que marquen una pauta, pero, a la vez, sólo queremos presentar fórmulas ya consagradas por el uso y el abuso de un escrutinio fijado con anterioridad sobre presupuestos espurios por quienes dicen saber lo que desea y necesita el público. Se está viviendo una superstición de la novedad en el abuso torpe o inteligente de la sorpresa. Una sorda nivelación «atmosférica» nos uniforma y nos llena de desolación y pesimismo. En nuestros días, la verdad sociológica suele preceder a la empírica. Si hay alguien, por poner un ejemplo, que llega a la cumbre como escritor –en la actualidad hay casos suficientes que demuestran el buen estado de la literatura de nuestros coetáneos–, las imitaciones se multiplican de tal modo y con tanta rapidez que sus originales no tardan en convertirse en algo ya leído o incluso en considerarse ya agotados.
Se produce y se imita más de lo que se consume, vivimos en una era en que los desperdicios exceden en mucho a sus contenedores. Hasta tal punto que incluso los museos se están convirtiendo, por esa dictadura de la cantidad sobre la calidad, en los almacenes de mucha de la basura que somos capaces de originar. Por lo que se ve, ya no sabríamos vivir sin estar rodeados de inmundicias. Tratemos los editores, dentro de lo que quepa, de evitar ese gesto de usura, procurando que en nuestros catálogos habiten más libros imprescindibles que prescindibles.
Hoy, ya lo hemos dicho, se confunde con demasiada ligereza calidad con cantidad y tratar de difundir a partir de tales parámetros la literatura, la cultura, en suma, es ilegítimo desde una perspectiva ética, por más que el omnívoro mercado la quiera legitimar desde la perspectiva de su utilidad cara a consolidar un espacio industrial, que, por otro lado, lo único que ha conseguido por el momento ha sido trasladar, como ha indicado no hace mucho el director de la feria del libro de Francfurt, la literatura de su lugar natural, el salón, a la Bolsa. Dicha superchería abarata todo lo que toca, lo despoja de su verdadero valor y a pocos parece importarle. Créanme: se han perdido las maneras. Muchos de los que apelan a la ética son los primeros en acuchillarla. Y lo más triste del caso es que éstos suelen ser los que se creen más progresistas. Es decir, los asesinos se suelen encontrar con frecuencia entre los que claman justicia. La fe debe fortalecerse, sin embargo, ante el incumplimiento de lo anhelado. Procuremos hacer las cosas sin pedir nada a cambio.
Para editar, no me cansaré de repetirlo, hay que saber esperar. Las cosas hay que desearlas: no por forzarlas salen mejor y, menos, la literatura. A mi modo de ver, en la actualidad se tiende a vender la piel antes de haber cazado el oso. Cómo se puede entender, en caso contrario, que se paguen cantidades astronómicas para que alguien escriba el libro que presumiblemente debe convertirse en el acontecimiento bibliográfico de la próxima temporada. Quién se encuentra en disposición, sin ser profeta, de afirmar que un libro por venir del autor X, por muy gran escritor que haya demostrado ser, tenga que convertirse necesariamente en una obra maestra. El tiempo y la perspectiva que nos ofrece se encargarán de aclarárnoslo. De hecho, ya ha demostrado que hasta los grandes pueden concebir obras mediocres. ¿Además, por qué vamos a estar libres de esa ley nosotros? Mención aparte, y más tiempo del que disponemos, merecerían los falsos prestigios adquiridos, a veces, bajo el auspicio de premios millonarios cuyos fallos se han gestionado previamente a la constitución del jurado de turno.
Me inquieta también la velocidad que condiciona nuestra actividad empresarial en esa loca rotación de novedades que dictan los grandes grupos de edición. Unos libros sepultan a otros y su cantidad no está colaborando a elevar la calidad de lectura de todo aquel que con honestidad se interesa por la cultura. Tengo para mí que nada urgente es, en el fondo, importante. Para acometer nuestro trabajo con rigor se requiere sosiego y, lo reitero, saber esperar. Ningún proyecto por más que lo provoquemos saldrá mejor si no contesta al ritmo que su complejidad o sencillez nos imponga. Estamos instalados, en cambio, en una dinámica en la que la velocidad parece la garante empresarial en la consecución de resultados de rentabilidad. Nuestra editorial ha demostrado que se puede hacer una labor tan meritoria en la difusión de la cultura como en la rentabilización: actuamos sobre los espacios en blanco que las grandes editoriales desatienden.
Nos lamentamos de que no se lee o nos preguntamos si se lee poco. Se lee poca literatura. Y eso, desgraciadamente, puede entenderse en dos sentidos. Primero, porque gran parte de la sociedad española actual no tuvo nunca o ha perdido el sano hábito de la lectura y, segundo, porque cuando leemos, no leemos literatura a secas, sino novelas, poesía, ensayo, es decir, géneros. Quiero decir que la recepción de las obras literarias suele realizarse a través de unos cauces preestablecidos que orientan la interpretación. Una compensación rigurosa, pues, entre los géneros garantizaría en literatura la armonía de su desarrollo y, por consiguiente, el progreso y la libertad en la lectura, la sostenida evolución de nuestra cultura
Al lector le va a corresponder una vez más el realizar la tarea de la criba, liberarnos de esa “tiranía”, demostrando que sabe elegir, que distingue el grano de la paja, la salud de la enfermedad; reacción que, por fortuna ,empieza a atisbarse en el horizonte y que, en un futuro no muy lejano, nos permitirá a los editores seguir escribiendo el mejor libro que podemos escribir: nuestro catálogo.
Para nosotros el libro es un pre-texto para el goce; nada más ajeno a nuestra voluntad que la beatería. Un libro es también un cuerpo y, como tal, debe tener la capacidad de seducir, debe conquistarnos tanto por su contenido como por su continente, borrando así el carácter efímero que le quiere imprimir la industria. El libro debe ser cálido al tacto, desprender su aroma, tender una suerte de vínculo carnal con quien lo toca, que, sumado a la pasión que pueda suscitar su contenido, lo convierta en algo perdurable, algo que deseemos conservar para poder continuar a través de él la conversación ideal emprendida, incluso desde su soporte físico. A este respecto dice Juan Ramón Jiménez en Ideolojía :
«Como todas las cosas del mundo, los libros emanan su sustancia y no hay que leerlos para valorarlos, a veces, cuando se tiene los sentidos aptos para la emanación estética. La disposición de la caja, la cubierta, el título, el tamaño de las palabras, etc.., todo unido representa, súbitamente, su valor».
Leer, no debería hacer falta recordarlo, es una de las formas posibles de amar; editar, una de las formas de la pedagogía, una suerte de arte de la seducción; y seducir implica favorecer en los otros cierto estado de perplejidad que facilite el aprendizaje de aquello que uno ha estado capacitado para elegir libremente. Los estados de perplejidad abren siempre una puerta, favorecen una salida hacia los sentidos y a través de éstos hacia el conocimiento. Consiguen, en suma, enseñarnos a mirar, a aceptar el principio rectificador de la realidad, a tener paciencia y, esto es lo esencial, a aprender.
Editar literatura ahora o hace veinticinco años –y digo veinticinco porque es aproximadamente la edad de Pre-Textos – supone y supuso la misma aventura. Las cosas a ese respecto parecen haber variado poco. La buena literatura, a lo que se ve, no ha sido nunca un género útil, rentable desde la perspectiva mercantil o institucional, pese a que algunos pretendan demostrar lo contrario al tratar de querer hacernos creer que la cultura puede constituir una manifestación tan mayoritaria desde la perspectiva social como, por ejemplo, el deporte. La experiencia demuestra, salvo casos muy concretos, lo contrario. Y es pertinente apuntar que las excepciones suelen contestar más a razones mediáticas, cuando no corporativistas o políticas, que a razones puramente culturales (guste escuchar esto o no).
La Literatura con mayúscula requiere lectores, no público, y esa verdad asusta a los que quieren vendernos lo contrario bajo falsos argumentos democratizantes, hace que sea sacralizada hipócritamente por aquellos que la detestan. Sin que ello signifique, como es obvio, que la literatura no necesite de lectores de distinta índole. Al contrario: aunque goce de pocos lectores, éstos suelen ser siempre muy exigentes. Quien se precie de degustar de la literatura es en todo momento un lector que sabe muy bien lo que desea leer, a él no se le puede dar fácilmente gato por liebre. Dicho reto debería resultar para el editor tan emocionante como estimulador. El lector de poesía, por poner un ejemplo de disciplina literaria, es también una suerte de poeta, requiere de una sensibilidad que lo hermana al poeta. De ahí que nuestra responsabilidad en la elección como editores sea mayor.
Al leer hay que saber oír correctamente, ésa debe ser una de las tareas principales del editor. Hay un crítico honesto y frecuente que suele pasar siempre desapercibido, y ese crítico lo constituyen los lectores honestos, todos aquellos que saben lo que quieren de un libro y saben a la vez leerlo sin prejuicios –quizás sólo los estrictos dependientes de sus preferencias estéticas–. El crítico y el lector seguidistas, sin embargo, embobados por las modas o la publicidad dan opiniones con mucha ligereza y frecuencia. Son aquellos que no tienen opinión, dan la que se les ha dado. O sea, no dan nada. Y no estaría de más recordar que la literatura requiere generosidad, mucha generosidad. No amar una obra que se va a editar es no haberla reconocido, no haber reconocido en ella lo ya conocido. Los grandes, insisto, siempre escriben sobre nosotros, pues que todo creador crea hacia el futuro. En la medida además que crezca la generosidad en el autor, aumentará la bondad en su obra y repercutirá beneficiosamente en el lector.
En nuestra época ha imperado, a mi entender, una gran confusión, que aún perdura. Creemos que el que más grita no sólo come mejor, permítaseme la broma, sino que tiene más razón, y eso, a mi parecer, es una perversión. No es contemporáneo quien corre y grita más, sino, a veces, quien calla más, quien escucha, en suma. El editor debe estar dotado de una suerte de facultad innata –inducida por la lectura y el estudio– de elección o, lo que es lo mismo, de la facultad de oír sólo lo importante.
Para publicar un libro con buena literatura hay que tratar de favorecer por nuestra parte entre autores y lectores un vínculo, no me cansaré de repetirlo, de amistad. Quizás el hecho de que nuestra editorial naciese del feliz encuentro de las mismas inquietudes de tres amigos haya contribuido de manera sustantiva a concebir Pre-Textos como una suerte de casa simbólica para la amistad. El lugar idóneo en el que pudiesen concurrir una serie de autores, a veces incluso alejados tanto por cuestiones ideológicas como estéticas, y desde el que pudiesen iniciar alguna de las formas posibles que nos ofrece el diálogo. Un diálogo, en definitiva, destinado también a los lectores. Baste pensar, volviendo a la poesía como ejemplo, que es el género, junto a la literatura del yo, más íntimo del arte de la escritura. Cuando alguien deposita en tus manos un original que es producto de su estricta intimidad está en cierto modo haciendo dejación en ti de su confianza, una confianza que no puede traicionarse con ligereza o desdén. Y cuando se da esa circunstancia de entrega, todo hay que decirlo, se nos está a la vez emplazando a ser leales, y si la lealtad es una de las piedras miliares sobre las que se edifica la amistad, ésta nos conducirá ineludiblemente a la sinceridad. Es decir, el lector, que siempre debe ser el editor de poesía, está obligado, para bien o para mal, a aplicar un criterio de excelencia que sepa preservar al poeta y al lector del caos que supone publicar sin ton ni son o, en el peor de los casos, por motivos bastardos, ajenos totalmente a lo literario.
Dicha lealtad nos enfrenta también a peligros. Nos suele granjear algún mal trago, cuando no enemistades, pues de todos es sabido que decir la verdad no siempre se recibe con agradecimiento por parte del que se considera “víctima” de ella; algo perfectamente comprensible, por otro lado, desde la perspectiva humana, pero que no debería, aunque nos pese, contar desde la literaria.
Puedo asegurar que hoy, al editar un libro, me mueve el mismo entusiasmo que cuando empecé. Lo que ha variado, y para bien, ha sido la actitud respecto a los autores editados antaño, y esa perspectiva la ha marcado, qué duda cabe, el haber podido ser testigo del crecimiento cualitativo de muchos de aquellos por los que apostó la editorial Pre-Textos y que hoy ocupan un lugar propio en el panorama poético o literario, tanto monta, español. Autores, permítaseme añadirlo, que en muchos casos fueron desdeñados por mis colegas y que hoy, paradójicamente, compiten por arrastrarlos a sus catálogos. Me gustaría apuntar que no hay nada más gratificante para un editor literario que la revelación de un buen escritor. Mi vida profesional se ha visto gratamente jalonada por esos descubrimientos, y nada puede compensar tanto como comprobar que uno no estaba tan equivocado y que su opinión es compartida con otros muchos lectores.
Tanto para escribir, leer o editar se requiere, perdonen mi insistencia, establecer un vínculo de amistad con la vida y, por supuesto, con la literatura. Hay que saber tender vínculos de amistad entre personas. Editar puede ser un ejercicio idóneo para ello. La amistad perdura, nos hace perdurar, nos ayuda en cierto modo a ser eternos. El amigo es el extraño con quien elegimos aliarnos para protegernos de nosotros mismos. El miedo que tiene el español a su propia sensibilidad, a las manifestaciones de ésta, es quizás lo que le bloquea y desestabiliza su capacidad para la amistad, para tender puentes. No es falta de sensibilidad por nuestra parte, no: es simplemente el miedo que nos produce el fundamento de nuestra incapacidad específica para el ejercicio de la amistad. Sí, todos tenemos amigos en este país, pero no por seducción ni por ejercicio voluntario, sino por dominación, por rendición. Por qué existe en España esa imposibilidad, por ejemplo, para escribir de alguien una biografía, tal como diría Eugenio d’Ors, “a la vez íntima e intelectual, una noticia que comprendiese juntos, los detalles familiares, las fechas domésticas, los recuerdos de infancia, y la interpretación de la obra y del desenvolvimiento del espíritu, una biografía, en fin, como tarde o temprano vienen a tener, en todas las literaturas modernas, todos los muertos significativos”. La respuesta, malhadadamente, es nadie, porque ellas no se produjeron cálidamente, otra vez en palabras de d’Ors, en la intimidad de nadie, en la intimidad plena, real, desordenada, en la amistad, en fin. El problema de la endémica desconfianza patria favorece esa incapacidad extraña para el ejercicio de la amistad. O, dicho de otra manera, nuestra ineptitud para el diálogo es la que nos dicta nuestra falta radical de disposición, nuestra impotencia para la verdadera amistad, que no es sino incapacidad, en el fondo, tanto para el diálogo interior como para el exterior. La relación amistosa resulta además de provecho para la seguridad de los individuos que la llevan a término, puesto que establece un ámbito de mutua colaboración y ayuda en la consecución de intereses comunes, pero en un plano de mayor intimidad que la tolerada por la cortesía mundana o la que se deriva de una empresa beneficiosa. La consecución de intereses comunes, por supuesto, incluye y sobreentiende cuanto a los hombres interesa: compañía, refugio, ayuda o estima, valores todos ellos que atañen a la conservación del yo.
Necesito editar aquello que no logro olvidar. No hay impresión verdadera sin expresión: nadie escribe, a pesar del mito que ha alimentado a lo largo del siglo pasado lo contrario, para que no lo lean. Escribir es entrar en uno mismo para también salir. Salir para entrar, los escritores, y entrar para salir, nosotros, los lectores. Escribir, aunque es una actividad íntima, desborda el pequeño círculo de la individualidad. Nada puede ser bello si está referido sólo a sí mismo. La literatura, no debería hacer falta recordarlo, es parte de la vida y, como vida, la hacemos entre todos.
La poesía, la literatura constituye una suerte de muro contra la muerte o, lo que es lo mismo, contra la angustia que ésta nos produce. La buena literatura traspasa esa línea de sombra, se convierte en refugio, deviene compañía, y sienta los cimientos de una sólida amistad entre el que escribe y el que lee o viceversa. Como una casa simbólica para propiciar ese vínculo de amistad concebimos en su día, como he indicado anteriormente, la editorial Pre-Textos. Espacio en el que se pudiesen alojar –en contra de la orientación dominante que sólo parece querer atender a la palabra de la tribu o al dictado de las modas– autores, insisto, de muy distinto pelaje y opción estética en una, para decirlo de manera metafórica, cohabitación distendida, que quedase obviamente garantizada por la aplicación de un criterio de excelencia apoyado en el proyecto cultural al que se debe toda empresa editorial.
Opino que Pre-Textos –y no tengo más remedio que jactarme de ello– ha contribuido, y mucho, a que determinadas posiciones que habían permanecido enfrentadas, por lo menos durante una década, se distendieran y empezasen a contemplarse con mayor serenidad. Nuestra editorial ha sido una esponja. Creo que hemos sabido absorber lo mejor de nuestra época sin caer en la condición de mero cajón de sastre ni en la de simples voceros de la tendencia estética que nos era más cara.
Para ir terminando, me gustaría añadir que como editor literario e independiente, no me agradaría perder mi identidad primera, la del lector gustoso que sabe, afirmo por última vez, esperar, pues, por regla general, suele perecer cuando nos hacemos un nombre o tenemos un lugar en el mercado. Sufrimos una pérdida proporcional de calidad, en concreto, de esa calidad que cabría calificar de calidad de hombre común, de vecino en el sentido de proximidad. En la medida en que las empresas se tornan, digamos, importantes para el público y no para los lectores perdemos también nuestro valor de próximos. Ese valor tan necesario para seguir sabiendo y pudiendo, sin condicionamientos externos, distinguir la buena de la mala literatura, lo esencial de lo superfluo, lo prescindible de lo imprescindible: en el editor debe haber algo de jardinero, debe saber podar y regar en el momento adecuado para que su jardín, el catálogo, se conserve renovado y vivo.
Nosotros sólo nos dirigimos a la vida, a los lectores, porque somos conscientes de que tenemos que ver con algo. Seguimos o confío en que seguiremos estando atentos a lo que está ahí no sólo para tomar de ello lo que nos convenga, sino también para darle lo que nos acontezca a los otros. Estar en el mundo es, en realidad, estar para lo otro, tener conciencia de ello, ser un aspirante perpetuo a la verdad de los próximos. Un editor es siempre un buscador. Observa con detalle las cosas y los seres que le rodean; se suele acercar a un objeto elegido y examinarlo con fruición y cuando parece que ya ha elegido prosigue su camino, oteando la posibilidad de seguir aprehendiendo la realidad.
En la edición no debería caber nunca la autocomplacencia. No hemos inventado nada, sólo hemos intentado redescubrir lo perdido. Tengo para mí que hemos sido consecuentes con una época poliédrica, en la que la pluralidad ha sido norma, habiendo hecho pasar nuestro compromiso por el tamiz de esa lealtad a la que hice mención antes, basada en la lectura gustosa, tal como reclama el lector verdadero, y derivada de ella en la aplicación rigurosa de un criterio de selección que pudiese garantizar al lector, aun a riesgo de equivocarnos, que él es, antes que nadie, el que ilumina, estimula y renueva nuestra fe en la palabra creadora y, en consecuencia, nuestro afán en su difusión. Y también el que nos provee del ímpetu necesario para renovar junto a ellos nuestro entusiasmo inicial por aquello en lo que, al margen de la vanidad, seguimos creyendo: la auténtica literatura, el arte de la creación, la vida.