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Leer, no debería hacer falta recordarlo, es una de las formas posibles de amar; editar, una de las formas de la pedagogía, una suerte de arte de la seducción, y seducir implica favorecer en los otros cierto estado de perplejidad que facilite el aprendizaje de aquello que uno ha estado capacitado para elegir libremente. Los estados de perplejidad abren siempre una puerta, favorecen una salida hacia los sentidos y a través de éstos hacia el conocimiento. Consiguen, en suma, enseñarnos a mirar, a aceptar el principio rectificador de la realidad, a tener paciencia y, esto es lo esencial, a aprender.

Al leer hay que saber oír correctamente, esa debe ser una de las tareas principales del editor. Hay un crítico honesto y frecuente que suele pasar siempre desapercibido, y ese crítico lo constituyen los lectores honestos, todos aquellos que saben lo que quieren de un libro y saben leerlo a la vez sin prejuicios –quizás sólo los estrictos dependientes de sus preferencias estéticas–. El crítico y el lector seguidistas, sin embargo, embobados por las modas o la publicidad dan frecuentemente opiniones con mucha ligereza. Son aquellos que no tienen opinión, dan la que se les ha dado. O sea, no dan nada. Y no estaría de más recordar que la literatura requiere generosidad, mucha generosidad. No amar una obra que se va a editar es no haberla reconocido, no haber reconocido en ella lo ya conocido. Los grandes escritores, insisto, escriben siempre sobre nosotros, pues que todo creador crea hacia el futuro.

En nuestra época ha imperado, a mi entender, una gran confusión, que aún perdura. Creemos que el que más grita no sólo come mejor, permítaseme la broma, sino que tiene más razón, y eso, a mi parecer, es una perversión. No es contemporáneo quien corre y grita más, sino, a veces, quien calla más, quien sabe escuchar, en suma. Contemporáneo es aquel al que se le reconoce como cercano y para percibir esa cercanía se requiere de nuestra parte un estado de escucha libre, ajeno a cualquier distracción coyuntural. Nuestro deseo de información con más frecuencia de lo requerido nos sacia de información superflua y contribuye fatalmente a que desatendamos a lo esencial, a lo humano inmediato. El editor debe estar dotado de una suerte de facultad innata –inducida por la lectura y el estudio– de elección, o lo que es lo mismo, de la facultad de oír sólo lo importante de todo lo que se nos susurra.

Puedo asegurar que hoy, al editar una obra literaria, me mueve el mismo entusiasmo que cuando empecé. Lo que ha variado, y para bien, ha sido la perspectiva respecto a los autores editados antaño, y esa perspectiva la ha marcado, qué duda cabe, el haber podido ser testigo del crecimiento cualitativo de muchos de aquellos por los que apostó la editorial Pre-Textos y que hoy ocupan un lugar propio en el panorama literario español. Autores, permítaseme añadirlo, que en muchos casos fueron desdeñados por mis colegas, y que hoy paradójicamente esos mismos colegas compiten por arrastrarlos a sus catálogos. Me gustaría apuntar que no hay nada más gratificante para un editor literario que la revelación de un buen escritor. Mi vida profesional se ha visto gratamente jalonada por esos descubrimientos, y nada puede compensar tanto como comprobar que uno no estaba tan equivocado y que su opinión es compartida con otros muchos lectores.
Necesitamos editar aquello que no logramos olvidar. No hay impresión verdadera sin expresión: nadie escribe, a pesar del mito que ha alimentado a lo largo del siglo pasado lo contrario, para que no lo lean. Escribir es entrar en uno mismo para también salir. Salir para entrar, los escritores, y entrar para salir, nosotros, los lectores. Escribir aunque es una actividad íntima desborda el pequeño círculo de la individualidad. Nada puede ser bello si está referido sólo a sí mismo.

La literatura constituye una suerte de muro contra la muerte o, lo que es lo mismo, contra la angustia que ésta nos produce. La literatura traspasa esa línea de sombra, se convierte en refugio, deviene compañía, y sienta los cimientos de una sólida amistad entre el que escribe y el que lee o viceversa. Como una casa simbólica para propiciar ese vínculo de amistad concebimos en su día la editorial Pre-Textos. Espacio en el que se pudiesen alojar –en contra de la orientación dominante que sólo parecía querer atender a la palabra de la tribu o al dictado de las modas– autores de muy distinto pelaje y opción estética en una, para decirlo de manera metafórica, cohabitación distendida, que quedase obviamente garantizada por la aplicación de un criterio de excelencia apoyado en el proyecto cultural al que se debe toda empresa editorial.

Opino que Pre-Textos –y no tengo más remedio que jactarme de ello– ha contribuido, y mucho, a que determinadas posiciones que habían permanecido enfrentadas, por lo menos durante una década, se distendieran y empezasen a contemplarse con mayor serenidad. Nuestra editorial ha sido como una esponja. Creo que hemos sabido absorber lo mejor de nuestra época sin caer en la condición de mero cajón de sastre ni en la de simples voceros de la tendencia estética que nos era más cara.

Para ir terminando me gustaría añadir que como editor cultural e independiente no me agradaría perder mi identidad primera, la del lector gustoso que sabe, insisto por última vez, esperar, pues por regla general suele perecer cuando nos hacemos un nombre o tenemos un lugar en el mercado. Sufrimos una pérdida proporcional de calidad, en concreto, de esa calidad que cabría calificar de calidad de hombre común, de vecino en el sentido de proximidad. En la medida en que las empresas se tornan, digamos, importantes para el público y no para los lectores, en esa medida perdemos también nuestro valor de próximos. Ese valor tan necesario para seguir sabiendo y pudiendo, sin condicionamientos externos, distinguir la buena de la mala literatura, lo esencial de lo superfluo, lo prescindible de lo imprescindible. En el editor debe haber algo de jardinero, debe saber podar y regar en el momento adecuado para que su jardín, el catálogo, se conserve renovado y vivo.

Tengo para mí que hemos sido consecuentes con una época poliédrica, en la que la pluralidad ha sido norma, habiendo hecho pasar nuestro compromiso por el tamiz de esa lealtad a la que hice mención antes, basada en la lectura gustosa, tal como reclama el lector verdadero, y derivada de ella en la aplicación rigurosa de un criterio de selección que pudiese garantizar al lector, aun a riesgo de equivocarnos, que él es antes que nadie el que ilumina, estimula y renueva nuestra fe en la cultura y en consecuencia nuestro afán en su difusión. Y también el que nos provee del ímpetu necesario para renovar junto a ellos nuestro entusiasmo inicial por aquello en lo que, al margen de la vanidad, seguimos creyendo: la poesía, el arte de la creación, la vida.

Sólo nos resta darles las gracias a todos ustedes por su apoyo durante estos veinticinco años y que la cadena de lealtad solidificada a través de este tiempo dé sus frutos durante, al menos, veinticinco años más.